El coloso fantasma de Chernóbil

La visita de un leonés a la antena Guda, un proyecto secreto y gigantesco construido ante una posible guerra nuclear

Elio García
25/05/2025
 Actualizado a 25/05/2025
https://youtu.be/ykqRunrjdXo

En los bosques cercanos a Chernóbil se alza la antena Duga, un gigantesco radar secreto de la Guerra Fría que buscaba detectar misiles allende los mares. Abandonada tras el desastre de 1986, esta mole de acero –apodada el «pájaro carpintero ruso» por el sonido de sus señales– se ha convertido en un símbolo tan imponente como inquietante del miedo nuclear. Su historia entrelaza alta tecnología, conspiraciones delirantes y el ocaso de un imperio, todo ello envuelto en la inquietante aura de Chernóbil.


El gigante en el bosque radiactivo

La gigantesca antena Duga se erige sobre los árboles de la Zona de Exclusión de Chernóbil. Con 150 metros de alto y casi un kilómetro de largo, esta estructura soviética dominaba el horizonte. Durante años emitió una extraña señal bautizada como «pájaro carpintero ruso», y hoy sobrevive como un coloso oxidado en medio del bosque radiactivo, abandonada a merced de los vientos contaminados de Chernóbil. 

Adentrarse en este paraje es como caminar dentro de una novela postapocalíptica –hace unos años un incendio forestal se comió gran parte de la vegetación de la zona, reforzando esta imagen–. Entre los pinos supervivientes aparece de pronto una pared metálica infinita, una retícula de antenas corroídas que asemeja el esqueleto de un monstruo tecnológico. No es un decorado de cine ni el delirio de un videojuego de horror: es la antena Duga, uno de los secretos mejor guardados del antiguo régimen soviético. Construida en los años 70 bajo un hermetismo absoluto, su existencia ni siquiera se reconocía oficialmente mientras estuvo activa. Irónicamente, antes de la invasión a gran escala por parte de Rusia cualquiera con un tour podía pasear a sus pies y sentir cómo cruje bajo el viento lo que antaño fue tecnología militar punta.


Un radar sobre el horizonte

La idea que dio origen a Duga nació al calor paranoico de la Guerra Fría. A principios de los años 70, científicos soviéticos se propusieron crear un radar «sobre el horizonte» capaz de espiar los cielos más allá de la curvatura terrestre. Si los misiles balísticos intercontinentales de EE. UU. partían rumbo a la URSS, este sistema debía detectarlos apenas despegaran, otorgando minutos preciosos para un contraataque. En teoría funcionaba rebotando señales de radio en la ionosfera: las ondas subirían al cielo, rebotarían en esa capa atmosférica y volverían a tierra miles de kilómetros más allá, donde cualquier objeto grande –como un cohete ascendiendo– las delataría en las pantallas soviéticas. 

El proyecto fue tan ambicioso como desmesurado. Se construyeron varios prototipos: uno experimental cerca de Mykolaiv, al sur de Ucrania, y otro en el Lejano Oriente (Komsomolsk del Amur) para vigilar el Pacífico. Duga, la versión definitiva, se instaló estratégicamente en Ucrania septentrional, a poca distancia de la central nuclear de Chernóbil. Para alimentar sus circuitos se necesitaba una ciudad entera: el asentamiento militar secreto Chernóbil-2 fue levantado ad hoc para alojar a los operarios, ingenieros y sus familias. En los mapas oficiales, aquella pequeña urbe ni siquiera aparecía; para el Estado soviético, literalmente no existía. Tal nivel de secreto da cuenta de la importancia que Moscú confería al radar: debía convertirse en su «ojo oculto», vigilante silencioso ante un posible ataque nuclear occidental.


El "pájaro carpintero"

El estreno mundial de Duga no fue precisamente sutil. Poco después de entrar en funcionamiento, radioaficionados y estaciones de todo el planeta comenzaron a escuchar un misterioso golpeteo rítmico en la banda de onda corta. Era un toc-toc-toc insistente, que se colaba en transmisiones legales, comunicaciones aéreas y emisiones militares por igual. De Londres a Buenos Aires, operadores sufrían interferencias inexplicables en sus radios. Aquella anomalía sonora pronto ganó un apodo tan pintoresco como inquietante: el «pájaro carpintero ruso», porque su repiqueteo electrónico recordaba al ave taladrando un árbol. 

Las quejas diplomáticas no tardaron. El enorme poder de emisión de Duga y sus saltos de frecuencia alteraban comunicaciones internacionales y llevaron a protestas formales de varios países. La Unión Soviética, fiel a su estilo, negó tener artefacto alguno que pudiera ser responsable. Pero la comunidad radioaficionada, con ingenio colectivo, trianguló el origen del ruido: venía de algún lugar remoto en Ucrania. Sin saberlo, habían localizado la ubicación aproximada de una instalación militar ultra-secreta. 

Más allá de las molestias técnicas, la aparición del «pájaro carpintero» desató una ola de teorías conspirativas propias de la época. En plena tensión nuclear, hubo quienes imaginaron que aquella señal de baja frecuencia no era un simple radar, sino algún experimento siniestro. Circularon rumores de que los soviéticos la usaban para alterar el comportamiento humano o freír cerebros a distancia. Otros, más creativos, juraban que en realidad Duga era un fallido proyecto de control mental masivo, una especie de HAARP soviético. Por supuesto, nada de esto estaba probado, pero la falta de información oficial alimentaba las fantasías y las conspiraciones.

Edificio abandonado de Prípiat, en la zona de exlusión de Chernóbil.ELIO GARCÍA
Edificio abandonado de Prípiat, en la zona de exlusión de Chernóbil. |  ELIO GARCÍA



Dentro de la propia URSS también cundió el misterio. La población cercana veía aquella antena surgir del bosque y apenas sabía qué pensar. Entre el secretismo y la desinformación, corrió el rumor de que podía tratarse de un hotel de lujo inconcluso. Otros decían que era una central de comunicaciones interestelares, o incluso un dispositivo para controlar el clima. Los apodos populares reflejaban ese halo enigmático: desde el prosaico «pájaro carpintero» hasta el épico «Ojo Oculto de Moscú», la antena entró en la mitología local mucho antes de darse a conocer su verdadero propósito.


La explosión que silenció a duga

Paradójicamente, aquello que el radar Duga no pudo prever –un desastre nuclear en casa– acabó marcando su destino. En abril de 1986, la central de Chernóbil estalló y desató una nube radiactiva sobre Ucrania y Bielorrusia. La base secreta Chernóbil-2, situada a escasos 10 km del reactor, recibió de lleno la lluvia radiactiva. En cuestión de horas, las emisiones del «pájaro carpintero» cesaron: el coloso electrónico quedó contaminado por la radiación y todos sus operadores fueron evacuados de emergencia. Duga, el orgulloso vigía del horizonte soviético, había sido abatido no por un misil enemigo, sino por los errores del propio sistema que lo creó.

En los archivos militares, el radar figuraba como un proyecto crítico, por lo que inicialmente hubo intentos de rescate. Se pensó en descontaminar la instalación y reemplazar los componentes electrónicos dañados -muchos quedaron literalmente quemados por dentro debido a la intensa radiación-. Pero la realidad se impuso: era imposible garantizar la seguridad de los trabajadores en una zona tan tóxica, y además la Unión Soviética tenía problemas mayores de los que ocuparse tras Chernóbil. El alto mando decidió desmantelar la operación Duga en Ucrania y trasladar cualquier equipo útil a la estación hermana en Komsomolsk, al otro extremo del país. La imponente antena cerca de Prípiat fue desconectada para siempre, convirtiéndose en un gigante mudo e inútil.


Los otros secretos de la URSS

La antena Duga no fue la única creación envuelta en secreto durante la época soviética. De hecho, la URSS desarrolló numerosos proyectos ocultos que hoy parecen sacados de una novela de ciencia ficción. El denominador común: la paranoia militar y tecnológica de una superpotencia obsesionada con no quedarse atrás.

Por ejemplo, el programa nuclear soviético proliferó en ciudades que oficialmente «no existían». Arzamas-16 –hoy conocida como Sarov– fue la ciudad clandestina donde se diseñó la primera bomba atómica soviética en 1949. En 1946 la borraron del mapa civil para ocultarla, y no volvió a aparecer en ningún atlas hasta 1995. Detrás de alambradas y guardias, Arzamas-16 albergó a científicos como Andréi Sájarov fabricando armas capaces de incinerar ciudades. Hoy en día sigue siendo una ciudad cerrada, rodeada por una valla doble con sensores de movimiento, donde solo se entra con autorización especial. Es como si la Guerra Fría no hubiera terminado del todo entre sus calles vigiladas.

Otro secreto bien guardado floreció en las heladas tierras de Siberia. Allí, a las afueras de Novosibirsk, se levantó el Instituto VECTOR, uno de los laboratorios de virología más protegidos del mundo. Durante los años 70 y 80 este centro formó parte del programa Biopreparat, la ofensiva soviética de guerra biológica. Sus investigadores manejaban patógenos letales con propósitos nada pacíficos: desde cepas de viruela hasta virus del Ébola y experimentos de ingeniería. El mero hecho de que tales trabajos se realizaban en secreto, en paralelo a los convenios internacionales que la URSS firmaba rechazando las armas biológicas, muestra el doble rasero de aquella era. VECTOR sufrió incluso accidentes post-soviéticos, recordándonos que algunos demonios de la Guerra Fría siguen entre nosotros. 

Un cartel de advertencia localizado en el enclave ucraniano de Prípiat.ELIO GARCÍA
Un cartel de advertencia localizado en el enclave ucraniano de Prípiat. | ELIO GARCÍA



Y si del aire y la tierra pasamos al mar, también allí la Unión Soviética escondió sus ases bajo la manga: la base submarina de Balaklava, en Crimea, concebida para resguardar a la flota de submarinos nucleares. En 1953, Stalin ordenó excavar un búnker titánico dentro de una montaña costera; el resultado fue una base naval subterránea capaz de resistir un ataque atómico directo. Tan secreta era que Balaklava, la ciudad que la albergaba, fue eliminada de los mapas y aislada del exterior durante décadas. Detrás de una modesta entrada en la bahía se ocultaban muelles, arsenales y túneles para esconder submarinos bajo toneladas de roca. Solo en los 90, tras disolverse la URSS, se abandonó y años más tarde se transformó en museo. Balaklava es la versión náutica de Duga: un símbolo de la obsesión soviética por prepararse para una guerra que, por suerte, nunca llegó.

Estos ejemplos –ciudades invisibles, laboratorios letales, búnkers submarinos– contextualizan la historia de la antena Duga. No era una rareza aislada, sino parte de un ecosistema de proyectos clandestinos que la URSS desarrolló en nombre de la seguridad nacional y una supuesta supremacía tecnológica. Muchos quedaron envueltos en el mito y el secretismo hasta años después de su fin. En ese sentido, Duga es quizá la más llamativa superviviente de ese mundo oculto: una construcción gigantesca abandonada a la vista de todos, de la que uno puede ser testigo directo sin saber inmediatamente qué diablos fue en su día.


Del miedo nuclear a la cultura pop

Hoy, la antena Duga vive una segunda vida como icono cultural y destino para curiosos –con la interrupción que supone la actual guerra–. Lo que una vez fue una instalación militar impenetrable, se convirtió en destino turístico. Desde 2013 formaba parte del itinerario oficial de la Zona de Exclusión de Chernóbil. Paradójicamente, ese secretismo que la envolvió por décadas se ha evaporado: en palabras de mi guía, «debe ser preservado, es parte de nuestra historia». También en sus palabras, «mucho dinero, para nada». Y es que, como me explica, nunca llegó a cumplir su cometido. Sólo era capaz de detectar enjambres absurdamente grandes de misiles. No era nada precisa. «Inútil», concluye.

El interés por Duga y Chernóbil no ha dejado de crecer, espoleado por la ficción y la curiosidad histórica. La aclamada miniserie ‘Chernobyl’ de HBO al recrear con crudeza el accidente nuclear, reavivó el foco mundial sobre la zona. Tras su emisión, el turismo de desastre se disparó: las reservas de visitas a Chernóbil aumentaron entre un 30  y un 40 por ciento ese año. De repente, una nueva generación descubría la historia ocultada de 1986, y con ella las reliquias olvidadas del lugar. La antena Duga, aunque no mencionada en la serie, se benefició indirectamente de esa atención.

No es solo el turismo; el arte y el entretenimiento también han rescatado a Duga del olvido. En el mundo de los videojuegos, por ejemplo, el título S.T.A.L.K.E.R. –siempre recomendable– recrea una Chernóbil alternativa poblada de peligros sobrenaturales, y en sus tramas aparece una antena inspirada claramente en Duga. Los jugadores deben desactivar un supuesto «Emisor Cerebral» que emite ondas psíquicas desde una estructura sospechosamente similar al radar –un guiño directo a los mitos de control mental que rodearon al «pájaro carpintero» real–. Asimismo, la silueta de la antena hace cameos en películas –en la saga ‘Divergente’ aparece como muro de una ciudad distópica– y en novelas postapocalípticas donde simboliza los restos de una civilización al borde del abismo. Incluso la literatura testimonial sobre Chernóbil, como la de Svetlana Aleksiévich, alude a esa sensación de paisaje alienígena que transmiten estructuras como Duga.

Con el paso del tiempo, el significado de Duga ha mutado. Lo que comenzó siendo un intento de pieza de alta ingeniería militar, concebida para proteger a una nación, terminó convertida en monumento involuntario a la paranoia soviética. 

En el horizonte silencioso de Chernóbil, la antena Duga sigue en pie desafiando al tiempo. Bajo ella, el bosque ha vuelto a crecer, la vida silvestre prospera libre de humanos, y solo el crujido lejano de sus metálicas entrañas rompe la calma. Ya no emite ningún toc-toc-toc amenazador, pero su mera presencia nos habla: nos susurra historias de una era en que el miedo dominaba el aire, de científicos e ingenieros librando batallas invisibles, de verdades sepultadas bajo capas de secreto oficial. La antena Duga, el «pájaro carpintero» que una vez se escuchó en todo el mundo, hoy nos observa en silencio desde las fronteras de la realidad y la conspiración. Y en ese silencio nos muestra la lección más perdurable de Chernóbil: no hay mentira ni secreto que el tiempo no termine revelando, ¿o no?

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