El pequeño pueblo de Yahidne, en la región de Chernihiv (norte de Ucrania), vivió uno de los episodios más oscuros de la invasión rusa. En marzo de 2022, apenas días después del inicio de la guerra, tropas rusas ocuparon esta aldea de unos pocos centenares de habitantes. Lo que debía ser una breve parada camino a Kyiv se transformó en una trampa infernal para la población civil. Los soldados rusos fueron puerta por puerta, reuniendo a hombres, mujeres, niños y ancianos a punta de fusil, para luego encerrarlos en el sótano de la escuela local, donde habían instalado su cuartel. En la entrada trasera de ese edificio escolar, los vecinos pintaron con desesperación una súplica en letras rojas: «Cuidado, aquí hay niños», mensaje para los drones ucranianos que en los días siguientes atacarían las recientes posiciones rusas en el lugar. Detrás de esta escuela hay un pequeño bosque, al que está prohibido acceder por el riesgo que aún suponen las minas.
El 5 de marzo de 2022, las fuerzas invasoras concentraron a prácticamente toda la comunidad en el subsuelo de la escuela. Más de 360 personas –incluidos al menos 70 niños, cinco de ellos bebés– fueron hacinadas allí por casi un mes. «La más pequeña era una bebé de un mes y medio; el mayor de todos tenía 93 años», me cuenta Serghii, mi guía de confianza. «¿Te puedes imaginar? Con este frio, estas condiciones. No son humanos, no son humanos», añade con contundencia refiriéndose a los militares rusos que perpetraron este crimen. Durante 26 días de infierno, estas familias permanecieron sepultadas en vida, sin poder salir, prácticamente incomunicadas (les robaron sus teléfonos móviles) y a merced de los soldados rusos. Los captores les decían cínicamente que era «por su propia protección» que debían confinarse allí, pero en realidad los usaron como escudos humanos, un crimen de guerra deliberado.
Hacinamiento, miedo y crueldad
Las condiciones dentro del sótano eran inhumanas. Sin ventilación ni luz natural, el aire viciado se volvía irrespirable. En salas pequeñas de concreto se apretaban decenas de personas; no había espacio suficiente ni para acostarse, por lo que muchos dormían sentados o de pie. «Era casi imposible respirar», recuerda Iván, antiguo encargado de la escuela y uno de los cautivos, un local que nos acompaña por este infierno en la tierra. Sin agua ni comida suficientes, los cautivos debían racionar entre cuatro o seis personas la escasa comida que los soldados les entregaban. Para aliviar sus necesidades fisiológicas solo tenían cubos que debían compartir a la vista de todos, ya que no había baños operativos. La situación llegó al extremo de la humillación: cuando imploraron por papel higiénico, los invasores les arrojaron páginas arrancadas de libros en ucraniano de la misma escuela –una cruel burla hacia su identidad. Uno de los rehenes, indignado, intentó usar como papel páginas de propaganda rusa; la represalia no tardó en llegar y fue brutal.
La crueldad de los ocupantes se hizo sentir a cada momento. A los pocos días, una madre dejó de poder amamantar a su bebé por la desnutrición y pidió leche en polvo a los soldados. Los rusos se la negaron y, en el colmo del cinismo, uno le dijo que mejor sería que su hijito muriera: «Así tendrán más espacio». Cualquier gesto considerado «inapropiado» podía costar la vida: varios vecinos relataron actos de desafío silencioso –como susurrar «¡Gloria a Ucrania!»– que fueron castigados con ejecuciones sumarias. Los soldados disparaban contra quien consideraban sospechoso; amenazaban con matar allí mismo a cualquiera que los desafiara. Incluso entraban ebrios al sótano buscando mujeres jóvenes para abusar, sembrando el terror entre las familias refugiadas. Yahidne, aquel sótano oscuro, se había convertido en un campo de concentración, como lo define Iván al recordar esos días.

26 días bajo tierra
Sin acceso a medicinas, bajo estrés constante y hacinamiento, los más vulnerables comenzaron a sucumbir. Los ancianos y enfermos, privados de sus remedios, de aire y de luz, se debilitaban rápidamente. Diez personas mayores murieron durante el cautiverio por las condiciones atroces –falta de oxígeno, negación de medicinas, deshidratación, frío y agotamiento–. Otras siete fueron asesinadas por los soldados rusos, víctimas de la arbitrariedad y la maldad, ejecutadas sin piedad durante la ocupación. En total, al menos 17 civiles inocentes perdieron la vida en Yahidne a manos de Rusia en ese periodo, según las listas que luego se encontraron en el lugar.
Dentro del sótano, los sobrevivientes anotaron cada fallecimiento en las paredes, decididos a llevar la cuenta del horror. En una sala diminuta, sobre la pared descascarada, quedaron dos listas escritas en lápiz: de un lado, los nombres de quienes fueron ejecutados por los militares rusos (por ejemplo, el ingeniero de vídeo Roman Nezhiborets fue secuestrado en su casa el 5 de marzo y posteriormente encontrado muerto a tiros en el sótano de una de las casas locales. Además, se reporta que Anatoly Yaniuk fue asesinado el 3 de marzo por pronunciar las palabras «¡Gloria a Ucrania!»); del otro, los de quienes murieron por el cautiverio y sus penosas condiciones. El último deceso apuntado fue el de Nadiya Budchenko, ocurrido el 28 de marzo, apenas dos días antes de la retirada rusa. Cada nombre en la pared es un testimonio ahogado en la garganta de la tragedia.
Cuando alguien moría, se sumaba un nuevo tormento para los cautivos. Los cadáveres debían convivir con los vivos en aquel espacio cerrado. «Los cadáveres estaban aquí, muy cerca de los chicos que dormían en estas camas», relata Iván, señalando la zona donde los cuerpos sin vida yacían junto a las improvisadas cunas infantiles. Los rusos tardaban días en permitir retirar los cuerpos, y el hedor de la muerte se sumaba al ambiente irrespirable. Durante más de tres días enteros tuvieron varios cuerpos allí mismo, porque los soldados prohibían sacarlos. La condensación del aliento de cientos de personas empañaba las paredes y caía en gotas del techo, mezclándose con el olor sofocante de velas, sudor y desechos humanos. En la parte superior de la escuela los rusos establecieron su cuartel. Cuando los invasores usaban los retretes sus heces y sus meados se filtraban hacia el sótano, sumando aún más degradación, humillación e inmundicia a la situación de sus cautivos. En medio de esta pesadilla, muchos comenzaron a perder la noción del tiempo: en las paredes marcaron con trazos los días que pasaban, como prisioneros contando cada amanecer perdido.
Enterrar a los muertos bajo fuego
Finalmente, ante la acumulación de cuerpos, los soldados permitieron a algunos jóvenes salir a enterrar a los fallecidos en fosas poco profundas en el cementerio del pueblo. El primer «permiso» se dio el 12 de marzo, cuando un grupo pudo sepultar a cinco fallecidos (un hombre ejecutado y cuatro ancianos). Pero incluso ese momento fue una nueva prueba de horror: apenas empezaron a cavar, el pueblo fue bombardeado de nuevo. Los sepultureros improvisados tuvieron que tirarse cuerpo a tierra dentro de la fosa, encima de los cadáveres que acababan de llevar, para protegerse de las explosiones.
En esas semanas de cautiverio, la vida humana perdió su valor ante los ojos de los invasores, y tristemente también ante los propios prisioneros, obligados por la desesperación a una frialdad inimaginable. En un diario escrito clandestinamente en el sótano, Olha Meniailo apuntó una frase que estremece el alma: «Hoy, 13 de marzo, murió un anciano y todos suspiraron aliviados, porque hubo más espacio…». Diez días de horror bastaron para que la muerte de un vecino se sintiera como un alivio, ya que significaba que los demás tendrían apenas unos centímetros más en aquel infierno. Esa deshumanización forzada es quizá uno de los efectos psicológicos más devastadores de lo vivido en Yahidne.
Liberación entre ruinas y trauma
No fue sino hasta finales de marzo de 2022 que el calvario terminó. La ofensiva rusa al norte de Kyiv fracasó, y el 30 de marzo las tropas ocupantes iniciaron su retirada de Yahidne. Tras escuchar el rumor lejano de tanques alejándose, los aldeanos encerrados aún esperaron en silencio, temiendo que todo fuera una trampa o que los invasores regresaran. Finalmente, el 1 de abril pudieron abrir la pesada puerta de madera y salir de la oscuridad. Muchos emergieron pálidos, demacrados, casi como fantasmas que resurgían de las profundidades, del mismo infierno. Algunos incluso siguieron durmiendo en ese sótano por un tiempo, pues sus casas habían sido destruidas y el trauma los mantenía atados a aquel lugar que, paradójicamente, había sido prisión y refugio a la vez.

El panorama en el pueblo era desolador. Yahidne, antes una apacible aldea rural, había quedado reducida a escombros y cenizas. Las calles mostraban casas quemadas, techos hundidos, vidrios rotos, resultado de los bombardeos y del vandalismo de las tropas ocupantes. Un tanque ruso abandonado asomaba entre los árboles frente a la escuela, y por doquier había casquillos, municiones sin detonar y trincheras cavadas en los patios. Los ocupantes lo habían saqueado todo: al regresar a sus hogares, las familias encontraron que no quedaba nada –desde televisores hasta la ropa interior había sido robada por los soldados rusos.
Junto con las fuerzas ucranianas que liberaron la zona llegaron investigadores, periodistas y voluntarios. El sótano de Yahidne se convirtió pronto en evidencia viviente de un crimen de guerra. Cada inscripción en la pared, cada objeto abandonado contaba una historia. Había ropa, calzado, biberones, chupetes, un osito de peluche, dibujos de niños pegados en las paredes, documentos y pertenencias personales dejadas atrás en la prisa por sobrevivir. Las autoridades locales querían limpiar y reconstruir la escuela, pero los sobrevivientes se opusieron: insistieron en mantener intacto ese sótano como recordatorio. Hoy cuelga en la entrada un cartel que relata la historia del secuestro colectivo y exhibe fotografías tomadas en los momentos finales del encierro. Los vecinos llaman ahora a ese lugar «el museo de nuestro sufrimiento», un espacio de memoria donde los ecos del horror sirven de testimonio.
Memoria, justicia y moral
Lo ocurrido en Yahidne es uno los tantos crímenes de guerra cometidos por Rusia en su invasión a Ucrania. La Convención de Ginebra prohíbe tajantemente tomar rehenes civiles y usarlos como escudos humanos, justo lo que padecieron estas 360 personas. Organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch documentaron lo sucedido y lo calificaron de «atrocidad evidente, ilegal y cruel», instando a que se investigue y juzgue a los responsables. Yahidne se suma a la larga lista de horrores descubiertos tras la retirada rusa del norte de Ucrania en 2022 –junto a nombres tristemente célebres como Bucha o Irpin–, demostrando un patrón sistemático de abusos contra la población civil.
En Ucrania, las autoridades no han dejado el caso impune. Quince soldados rusos de la unidad que ocupó Yahidne fueron identificados y acusados formalmente por tomar como rehenes a 368 civiles y causar la muerte de al menos 10 de ellos durante el cautiverio. En un juicio en ausencia celebrado en Chernihiv, los fiscales detallaron la «cruel privación de libertad en condiciones insoportables» a la que estos militares sometieron a los habitantes de Yahidne. Aunque es probable que estos perpetradores nunca lleguen a pisar una cárcel ucraniana mientras sigan en Rusia, el solo hecho de documentar y condenar sus crímenes sienta un precedente importante. Además, refuerza los llamados internacionales a la justicia global: la evidencia reunida en Yahidne podría contribuir a futuros procesos por crímenes de guerra en tribunales internacionales.
Más allá de las implicaciones legales, el caso de Yahidne sacude la conciencia moral y las entrañas de los testigos que lo observan. Las escenas vividas en el sótano –niños dibujando bajo la tenue luz de velas, ancianos agonizando en la oscuridad, padres rezando por sobrevivir un día más– revelan el rostro más atroz de la guerra contra civiles. Este suplicio colectivo, mantenido en silencio durante un mes porque no quedó nadie libre para contarlo, hoy sale a la luz para exigirnos memoria. Los sobrevivientes de Yahidne, con una entereza admirable, han convertido su dolor en un testimonio. Mantienen aquel sótano tal como quedó tras la ocupación, como una prueba irrefutable del terror que vivieron y un homenaje a quienes murieron allí.
En Yahidne, cada pared susurra la obligación de recordar. La historia de este pueblo –360 almas cautivas bajo tierra durante 26 días– es un poderoso recordatorio de los extremos de crueldad a los que llegó la invasión rusa y de la resiliencia del espíritu humano ante la barbarie. Acompañando al documental que muestra estas escenas, estas líneas buscan honrar a las víctimas, dar voz a los testigos y subrayar la exigencia de justicia. Porque el sótano de Yahidne, con sus nombres garabateados y sus juguetes abandonados, nos interpela a todos: ¿cómo asegurarnos de que crímenes así nunca más ocurran, y de que los culpables rindan cuentas por el dolor causado? La respuesta comienza por no olvidar. Y en mi opinión los rusos merecen sus propios juicios Nuremberg. En mi opinión también, y viendo el estúpido y egoísta panorama de este anómalo mundo, nunca los tendrán. Decenas de siglos nos contemplan, pero lo hacen muertos de pena y vergüenza.
