La ley de Marte

La crónica de un leonés sobre un inesperado y sorprendente viaje en pleno conflicto bélico a Ucrania, donde los habitantes y sus historias se convierten en protagonistas de un contexto que "es complicado"

Elio García
28/04/2024
 Actualizado a 28/04/2024
El joven militar, protagonista de esta crónica ambientada en Ucrania, en la plaza Maidán o plaza de la Independencia de Kiev. | REPORTAJE GRÁFICO DE ELIO GARCÍA
El joven militar, protagonista de esta crónica ambientada en Ucrania, en la plaza Maidán o plaza de la Independencia de Kiev. | REPORTAJE GRÁFICO DE ELIO GARCÍA

«Es complicado», son las palabras que más han resonado en mi mente durante este viaje. «Es complicado». Pintorescamente despiadado y también curioso aprender que aquí los tópicos latinos viven (cuánto le debemos a aquellos hombres). Me di cuenta por primera vez hablando con Тереза antes de la entrevista. Sin pretenderlo explicó, casi vomitó el tan manoseado y malinterpretado «carpe diem», cosechar el día, que cada minuto sea aprovechado dotando a la existencia de significado, de sentido, hacer aquello que nos enriquece y ensancha el alma, y lo entiende mejor que cualquier profesor de clásicas que jamás haya tenido, porque no solo lo entiende, le gotea, se filtra con cada palabra que sale de su boca en ese encantador español con acento ucraniano que tanto trabajo (que no esfuerzo) le llevó aprender, y es que le golpea en el pecho con cada latido de su joven corazón. 

«Tempus fugit» porque la vida vuela, se filtra entre nuestros dedos como si de humo se tratara, por ello no debería haber espacio para la cobardía (siempre despreciable) ni para el conservadurismo vital (ese que llena de amargura y arrepentimiento a las personas que se conformaron con, y se confinaron en, una vida anodina y sin significado). El «locus amoenus» que nos hace elevarnos en calma hacia una sabiduría serena, lejos de la arrogancia, cargada de humildad. Tan diferente del «locus horribilis», que nos aleja de lo que somos, nuestros propios dioses, que diría Blake, el visionario; no el corsario. 

El «beatus ille» que nos aleja de la masa tumultuosa, siempre ruidosa, casi siempre irracional y, aunque a veces divertida e incluso necesaria, siempre aborregada. 

Aquí, en la ortodoxa Ucrania le rezan al mismo dios que en la tradicionalmente católica España. Pero ahora las plegarias, los ruegos y las oraciones, aun sin saberlo, se consagran a un dios y a un poder más antiguo, grande, cruel y poderoso. Aquí, hoy gobierna Marte. 

Es extraño de ver, y con las semanas ya no tanto de entender, cómo una jovencita de unos 20 años (no es la primera ni la única que veo con su mismo perfil), entra en la misma cafetería desde la que escribo estas palabras, uniformada con los emblemas de su país. No levanta del suelo más de metro sesenta de altura y dudo que pese más de 50 kilos. A ella nadie la obliga, ni por edad, ni por sexo a unirse a las huestes de su patria. Como practicante de deportes de contacto y desde mi arrogancia (aunque creo que no me equivoco) pienso que no me sería difícil dejarla fuera de combate en menos de medio minuto. Supongo que las balas no entienden de boxeo y; supongo que dice mucho, muchísimo del valor de las mujeres ucranianas, que además de ser unas de las más bellas de la tierra, demuestran día a día ser algunas de las más bravas que existen.

Decido acercarme a hablar con ella. Con el tiempo le he perdido el miedo, que no el respeto, a hablar con militares. Al final resultan ser personas como las demás, algunas amables, otras serias, tímidas, crueles…

Siempre les pregunto lo mismo: «¿hablas inglés?», «¿cuántos años tienes?», «¿de qué ciudad eres?» y «¿a qué te dedicabas antes de servir en el ejército?». En este caso, esta muchacha tiene un inglés bastante limitado (aquí no es extraño y el nivel de conversación suele ser más bajo incluso que en España). Tiene tan solo 21 años, es de la propia Kyiv y a la pregunta de su profesión anterior responde: «Polytechnic Institute» (uno de los centros de estudios superiores de la capital). No la quiero molestar más y la dejo con su desayuno.

 

Por vez mil trescientos cuarenta y una, perdonen mis palabras, se me ponen las gónadas por corbata. A otros militares a los que he tenido el placer de conocer un poco más les pregunto sobre su moral, y sobre cómo lo viven sus familias. Pero para esta cuestión prefiero dedicar un futuro artículo en exclusiva. Cabe añadir que durante nuestra breve conversación comenzaron a sonar las alarmas antiaéreas. Sólo hicieron que tuviéramos que levantar el tono de voz ligeramente. Aquí, la gente se ha acostumbrado a este sonido, pocos son los que acuden ya a los refugios, y he de admitir que yo he acabado contagiándome de su actitud.

También volvieron a sonar un rato después, mientras me encontraba entrenando boxeo en un gimnasio de la capital. No les hicimos caso. Aunque suene frívolo e irresponsable resulta poderoso boxear bajo este sonido atronador.

Es complicado ver y mirar las calles del oeste de Ucrania. A simple vista, reina la calma. Sin embargo, en medio de esta tranquilidad aparente, y cuando uno está con la guardia baja, es común encontrarse con numerosos supervivientes de la guerra, mutilados y marcados por sus cicatrices. Aquí sobra valor, pero faltan piernas, brazos, manos y ojos.

Es complicado recorrer Irpin, Bucha… Se pueden imaginar.

Pero, sobre todo, es complicado entender la ley de Marte. Aquella que convierte a hombres jóvenes en soldados. Que les despoja de ciertos derechos y libertades. Y ojo, no quiero que el lector interprete esto como una crítica, o al menos, no necesariamente. Es complicado no acabar entendiendo las dos partes. La de los jóvenes varones de este país que no quieren ni locos (algunos) acudir a la «llamada». La llamada a las armas, «la llamada de la muerte». Y la de un estado, un país que necesita con desespero más hombres que nunca, cada vez más. Como digo y diré: «Es complicado». Los voluntarios se van acabando, Ucrania ha hecho un titánico esfuerzo para llenar las posiciones cercanas a la picadora de carne humana de aquellos que desean luchar por su país. Pero el apetito voraz de la guerra no se sacia con facilidad. Su hambre es despiadada. Como un macabro motor que se alimenta de sangre y juventud. Y los voluntarios se acaban.

Y es que aquí, el viejo dilema, el del príncipe danés, se vuelve capital, «ser o no ser». Sigue siendo la cuestión, para los jóvenes llamados forzosamente a filas, pero también para un estado que ve peligrar su integridad territorial y hasta su existencia misma. «Soportar los dardos e injurias del destino o levantarse en armas contra el ejército del mal». Sigue siendo la cuestión.

Lo más complicado sigue siendo la Ley de Marte. Esa ley marcial reformada y que baja la edad de reclutamiento forzoso de los 27 a los 25 años.

«Es complicado». O más bien difícil, duro y congela el alma ver cómo después de haber pasado toda la mañana con un joven guía turístico (la profesión me la invento, quizás sea paranoia mía, pero prefiero hacer un sobre esfuerzo por mantener en privado la identidad de todo aquel relacionado con el ejército) y que, en un requerimiento de documentación, ya que los dos estábamos tomando imágenes por el centro, el problema no lo tengo yo, sino él. Cómo, tras comprobar su identificación y una larga conversación, este joven acaba siendo detenido. No entiendo ucraniano, pero algunas palabras se parecen en la mayoría de las lenguas europeas. 

Parece ser que este chaval, porque con veintitantos no eres más que un chaval, se estaba haciendo de rogar tras ser llamado por el dios de la guerra. Debido a mi preocupación por él, le escribí un mensaje. Horas después me contestó. Él era el primero en entender la difícil situación de su país. Que en sus propias palabras: «Necesita hombres, muchos hombres. Y puede que dentro de poco yo sea uno de ellos».

«Es complicado».

 

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