21/05/2025
 Actualizado a 21/05/2025
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En mi pueblo había una librería. Aún recuerdo a don José y doña Angelita que a duras penas, salían adelante con los libros, cuadernos y artículos de papelería. Allí me compró mi padre mi primer libro.

Hasta que cierto día apareció el maestro con gomas, lápices, plumines, libretas... que depositó sobre su mesa. A partir de entonces todo teníamos que comprárselo a él. Y si te veía con un artículo que no perteneciera a sus artículos, el castigo no se hacía esperar.

Ahora, cuando entro en una gran superficie y veo un montón de libros a la entrada, que la gente compra como una lechuga o una pechuga de pollo, me acuerdo de aquel maestro y de las mismas trapacerías que asedian a las librerías. En éstas, hay algo más que el hecho de vender; conversas con otros lectores y las sugerencias del librero te orientarán y serán de gran ayuda. Pero no le pidas alcachofas.

Otros enemigos, más inocentes, son los xilófagos. Unos bichines que se comen el papel, horadando sinuosas galerías por el interior del ejemplar. Pero lo más dañinos son el olvido y la falta de atención hacia este objeto, imprescindible para transmitir conocimientos, aventuras, amoríos o diversión. Por añadidura te servirá para enriquecer tu léxico y buenas construcciones gramaticales.

Hasta no hace mucho, se adornaban las estanterías con libros. Y las editoriales visitaban empresas y colectividades para vender enciclopedias. Eran ofertas difíciles de rechazar, por los regalos que acompañaban. Recuerdo a un compañero, que más que en los libros, se fijó en el microondas que acompañaba a la enciclopedia; su interés estaba en regalárselo a su esposa por su próximo cumpleaños. Nos hizo mucha gracia pero... ¿Acaso el hombre cometió una estupidez o sería un acierto? Cualquiera lo sabe. Aunque lo práctico está reñido con lo romántico.

El pequeño tamaño de las viviendas actuales que pueden tener dos baños o más, no permiten mantener una mínima biblioteca familiar. Y los que aún la conservan, no leen y considerando los libros como objeros inútiles y voluminosos, se desprenden alegremente de ellos, tirándolos u ofreciéndolos a bibliotecas o insituciones que no los aceptan porque éstas tienen su propia política de adquisiciones.

Peores que los xilófagos son los supuestos amigos que, cuando te sientas en una terraza para distraeste con un libro, se acercan e interrumpen diciendo: «¿Pero estás leyendo?» E invariablemente siguen: «Yo hace que no leo un libro uf...» Prueba a hacerlo y, en un breve plazo vendrá el moscón. Su número es infinito. Ni leen ni dejan leer (ni de lo otro). Tampoco pisan una exposición, ni acuden a un concierto y la última vez que entraron a un cine, fue cuando echaron ‘Ben-Hur’ o ‘Titanic’. Como excusa no pedida, dicen: «Es que es muy caro»... Y se gastan un dineral en el fútbol, apuestas, tragaperras, copas... o quemando gasolina.

La próxima vez –que puede ser esta misma tarde– cuando venga otro lerdo a decirme una vez más: «¡Anda, estás leyendo!» no voy a andar con contemplaciones y le diré: «Piérdete y no me interrumpas». Joé... «Que ya me estás hartando».

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