24/09/2023
 Actualizado a 24/09/2023
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Está el madrugón, el salir al campo con el sol del primer otoño, el agacharse con tu capazo y doblar el lomo durante horas. Está también el hacerlo cuando todavía eres poco más que un crío y no vas a poder disfrutar del fruto de todo ese esfuerzo como se merece. Es verdad que en estas tierras el consumo de vino en la infancia es algo más laxo (aunque sin llegar a los niveles de los irlandeses, por ejemplo), y en las fiestas alguna vez ha caído un vasín de tintorro con bien de gaseosa. Pero, de aquellas, todavía no se conocen las variedades más palatables, ni es posible apreciar el ‘bouquet’ ni el «retrogusto» ni nada. Falta bastante, incluso, para llegar a eso que le decía Faemino a Cansado: «Yo, lo siento, pero es que a mí todo el vino me sabe igual».

Da lo mismo: Ahí estás tú con tu capazo negro y tu navaja (si hay suerte, tijeras de podar), cortando racimos y avanzando por la viña. Con tu sombrero de paja de Cacique o de alguna caja de ahorros y tus errores de principiante. Por ejemplo, probar alguna uva negra de vez en cuando para ver qué tal están: se te acabará hinchando la tripa y luego dormirás fatal.
Estamos hablando de hace bastante tiempo, cuando todavía no había denominación de origen en esta esquina de la Submeseta Norte, y la prieto picudo era, para los que nos apellidábamos así, una gracia para animarnos en la jornada. Esas perlas negras, gelatinosas y arrenjuntadas con las que hoy se hacen botellas (¿«Caldos»? ¿Con qué cara llamas a un vino como una sopa?) de 17 pavos, pero que entonces eran una señal de modestia y de bebedizos pendencieros o peleadores.

Al final del día, ahítos de sol y de tensión en las lumbares, llegaba el momento de la pisa. El lagar –oscuro, iluminado por una bombilluca de 40–, se llenaba de un olor alimenticio cuando los hombres se calzaban las botas de lluvia y empezaban a estrujar los racimos con ellas. Tardaba un poco, pero al poco terminaba saliendo el mosto por un canalón, y mirabas esa cosa cómo manaba y te maravillabas tontamente.

No sé si alguien seguirá vendimiando en aquellas parras, si alguien las cuidará o se las comerán los corzos y jabalíes. Tal vez alguna planta se haya convertido durante estos treinta años en una preciada productora de esos vinos caros. O quizá no quede nada y haya ahora lúpulo para hacer otros brebajes bien distintos.

No muy lejos de allí, se organizan ahora fiestas de la vendimia en la que gente rica paga a otros ricos por recogerles las uvas.

 

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