Cada año, el 28 de junio, celebramos el Día Internacional del Orgullo LGBTIQ+, una fecha que conmemora los disturbios de Stonewall en 1969. Este día, hace casi sesenta años, personas de todos los sectores del colectivo se rebelaron contra la represión policial en Nueva York. Pero, más allá de este día emblemático, existen jornadas específicas que reivindican cada letra de la sigla y dimensiones particulares del colectivo: el Día Internacional de la Bisexualidad (23 de septiembre, desde 1999), el Día de las Personas LGBT en la Ciencia (18 de noviembre, desde 2018) o el Día para Salir del Armario (11 de octubre). Esta multiplicidad de fechas no fragmenta el movimiento, sino que refleja la diversidad y complejidad de las realidades que enfrentamos. Sin embargo, más allá de celebrar, necesitamos un día que nos recuerde que la lucha por derechos, visibilidad y respeto continúa siendo urgente.
El día a día de muchas personas LGBTIQ+ está marcada por la violencia. En los últimos años, crímenes como el de Samuel Lluiz en España o el brutal asesinato de Sara Millerey en Colombia nos recuerdan la fragilidad de nuestras vidas en sociedades que aún normalizan el odio.
En este contexto, la literatura se convierte en un espacio seguro fundamental. Estos lugares deben superar la frontera de la ficción para transformarse en refugios donde ser y existir sea posible sin miedo. Historias que relatan vivencias personales que, tristemente, tendrían que ser pura ficción. Un ejemplo emblemático es Carol, publicada en 1952 bajo pseudónimo, de Patricia Highsmith. Fue la primera novela donde una relación lésbica tiene un final feliz, rompiendo el estereotipo de que las personas del colectivo están destinados a sufrir. Su importancia radica en ofrecer representación real y esperanzadora, algo que todavía hoy es necesario.
Pero no siempre fue así. A lo largo de la historia, miles de personas sufrieron torturas y persecuciones por su sexualidad. La poesía del francés Charles Baudelaire fue censurada por desafiar las normas morales de su época. El inglés Lord Byron vivió su bisexualidad en un contexto hostil que lo llevó al exilio. O Arthur Rimbaud, quien vivió una intensa relación con Paul Verlaine la cual terminó en prisión y violencia, reflejo de la intolerancia social.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Oscar Wilde, arrestado en 1895 y condenado a dos años de trabajos forzados por su homosexualidad. Su encarcelamiento y la humillación pública que sufrió se convirtieron en símbolo de la brutal represión a las que se enfrentaban las personas LGBTIQ+ en la era victoriana. Aun así, Wilde dejó un legado literario y personal que continúa inspirando a los movimientos actuales. Más de un siglo después, ese espíritu de resistencia sigue vivo. En la Gala de los Oscar de 2021, Elliot Page llevó una solapa verde, símbolo de la lucha queer, y declaró: “Esta insignia representa resistencia y homenaje a quienes no pudieron vivir su verdad.” Page, quien hizo pública su identidad como hombre transgénero en 2020, recordó cómo al inicio de su carrera fue obligado a usar vestidos para promocionar Juno, a pesar de su deseo de vestir traje. Aquella imposición refleja los estereotipos presentes en nuestra sociedad. Llevar esta solapa verde es un recuerdo de todos aquellos a quienes se les negó la libertad de ser.
Aunque las terapias de conversión han sido prohibidas en varios países, aún persisten en lugares donde se siguen practicando de forma encubierta o con respaldo institucional. En naciones como Irán, Arabia Saudita y Nigeria ser homosexual puede costar la vida, estando penalizada incluso con la pena de muerte. En Rusia, por su parte, leyes que prohíben la llamada «propaganda homosexual» han intensificado la persecución y los actos de violencia contra las personas LGBTIQ+.
La violencia también se manifiesta en lo cotidiano. En México, por ejemplo, una niña fue internada en un centro de terapia de conversión por decisión de sus propios padres. Allí fue sometida a maltrato psicológico con el objetivo de «corregir» su orientación sexual. Su testimonio, recogido por Amnistía Internacional, es estremecedor: «Me encerraron porque era diferente. Me hicieron creer que tenía que cambiar para ser amada». Estas prácticas, además de ser totalmente ineficaces, dejan secuelas profundas en la salud mental y emocional de quienes las sufren.
En Argentina, la violencia se expresa de forma estructural. En 2021, una mujer trans fue rechazada en varios centros de salud, y no recibió atención médica hasta que su estado se volvió crítico. «Me dijeron que no sabían qué hacer conmigo, como si fuera un monstruo», relató después. En Brasil, los crímenes de odio contra personas trans no cesan, y el país lidera las estadísticas globales de asesinatos de esta población. En 2017, Dandara dos Santos fue asesinada y abandonada en un callejón en Fortaleza sin que las autoridades lograsen contestar a sus llamadas de auxilio.
La violencia se extiende incluso en contextos donde la legislación debería proteger. En El Salvador, en 2023, una defensora trans fue detenida arbitrariamente durante una redada policial. Durante su detención, fue torturada e insultada por su identidad de género. Su caso, documentado por organizaciones de derechos humanos, evidencia cómo las instituciones que deberían garantizar justicia y protección muchas veces perpetúan el abuso.
En Europa, también persisten escenarios hostiles. En 2020, varios municipios de Polonia se declararon «zonas libres de ideología LGBT», creando un clima de odio institucionalizado. Tal y como recoge Amnistía Internacional, Rusia ha profundizado la represión contra los derechos de las personas LGBTIQ+. El 24 de julio de 2024, el presidente Vladimir Putin promulgó una ley que prohíbe a las personas trans acceder a tratamientos de afirmación de género y obtener el reconocimiento legal de su identidad. La norma también invalida los matrimonios trans y prohíbe la adopción por parte de personas transgénero. Meses después, el 30 de noviembre, el Tribunal Supremo declaró al «movimiento público internacional LGBTIQ+» como una organización extremista, ilegalizando sus actividades y obligando a numerosas organizaciones y activistas a cesar su labor o abandonar el país.
Estos ejemplos muestran que la violencia hacia las personas LGBTIQ+, y en particular hacia las personas trans, no solo es persistente, sino también sistemática y global. Lejos de ser cosa del pasado, sigue siendo una amenaza diaria para millones de personas en todo el mundo.
Estas realidades, duras y violentas, no pueden ser olvidadas ni maquilladas. Por eso, el orgullo no es una fiesta más, es un día para recordar, para mantener viva la memoria de quienes sufren y luchan, para exigir derechos y dignidad.
No se trata de reducir este día solo a celebrar, sino a seguir resistiendo. El orgullo es una forma de decir que existimos, que merecemos vivir sin miedo.
La literatura, el arte y la cultura juegan un papel clave en esta visibilización y protección. Espacios literarios que propicien el diálogo y el acompañamiento, que permitan hablar sin miedo de quién son, actúan como un salvavidas para quienes no encuentran refugio en otros ámbitos.
El orgullo es la lucha colectiva por un futuro donde no haya necesidad de esconderse ni de sufrir violencia solo por ser quienes somos. Es un llamado a no olvidar que, detrás de cada fiesta, hay historias de dolor, resistencia y esperanza que siguen siendo urgentes hoy.
Ojalá llegue el día en que el 28 de junio no sea bandera de lucha, sino canto de memoria. Hasta entonces, seguiremos encendiendo el nombre de quienes ya no están, sembrando dignidad en cada paso, y resistiendo con la furia y la determinación de quienes solo quieren vivir en libertad.