La esquizofrenia y el vacío de un sistema perverso

Eloísa Otero
03/06/2025
 Actualizado a 03/06/2025

Es quizá el trastorno mental más desconocido, complejo, misterioso, enigmático y terrible. Un trastorno cruel y devastador del que apenas se habla, aunque se estima que una de cada cien personas en el mundo lo padecerá a lo largo de su vida. 

Al igual que otras enfermedades neurológicas crónicas, graves, la esquizofrenia es una afección mal comprendida por la sociedad y, sobre todo, muy mal tratada por el sistema de salud pública. Estamos en 2025 y demasiadas personas seguimos enfrentándonos en solitario a la realidad de ver a un ser querido hundirse en un brote psicótico tras otro, sabiendo que la intervención efectiva difícilmente llegará de manera oportuna o adecuada. Sabiendo que, después de un ingreso que a veces parece misión imposible, y del alta correspondiente, el enfermo volverá a estar abandonado a su suerte. En ese sentido, el sistema sanitario es demencial, perverso incluso. Y, así, van pasando los años...

Un brote psicótico no es un «bajón temporal» o un simple «episodio» que desaparecerá por sí solo. Se trata, más bien, de un episodio severo de desconexión con la realidad, donde la persona experimenta alucinaciones, delirios y alteraciones profundas en su percepción del mundo. Esta desconexión no solo afecta al paciente, sino también a su entorno y especialmente a los familiares, que se convierten en cuidadores sin habilidades para afrontar la situación, sin la ayuda de un sistema sanitario y social que los respalde. Imagínense si el enfermo encima no tiene familia o se aleja de ella (o ella de él), como pasa tantas veces.

En la actualidad el tratamiento de la esquizofrenia se basa en la medicación con neurolépticos, también conocidos como antipsicóticos, indispensables para controlar los síntomas psicóticos. No vamos a entrar aquí en el controvertido papel de las farmacéuticas y su abominable modelo de negocio, pero la medicación sola rara vez es suficiente para garantizar una recuperación duradera, y además provoca efectos secundarios de los que poco se habla. Esta enfermedad necesita con urgencia, ya, un tratamiento integral que combine no solo medicación y terapia, sino también un seguimiento continuo y un apoyo psicológico tanto para el paciente como para sus familiares. Y ese es precisamente uno de los puntos críticos: el sistema de salud pública no está diseñado para ofrecer ese nivel de atención.

El 72 por ciento de los enfermos diagnosticados, por otra parte, lo oculta por miedo al rechazo. Los equipos multidisciplinares —que deberían integrar psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, educadores, enfermeros y otros especialistas— brillan por su ausencia. Si bien algunos hospitales cuentan con unidades de salud mental, no hay un seguimiento constante ni visitas periódicas a domicilio que garanticen que los pacientes —incapaces muchas veces de asumir lo que les pasa y de adherirse a un tratamiento— tomen su medicación y reciban el apoyo adecuado. La falta de supervisión hace también que, en ocasiones, algunos enfermos puedan suponer un peligro para sí mismos y para quienes les rodean. (El caso de la mujer que, el pasado mes de abril, atacó de repente a un bebé con un sacacorchos, en el paseo del río Bernesga, apunta bastante en esa dirección: una mujer presumiblemente con un trastorno mental y abandonada a su suerte.)

El sufrimiento y el desgaste que provoca esta enfermedad no se ceba solo con los enfermos. Las familias se ven atrapadas, a corto y largo plazo, en un ciclo de agotamiento emocional, psíquico y físico. Yo misma, como familiar, he tenido que tomar decisiones difíciles, como acudir a un juez para conseguir que una persona cercana fuera ingresada a la fuerza en la sección de psiquiatría del hospital y atajar así un brote devastador. Pero el seguimiento después del alta ha sido inexistente, y la situación ha vuelto a repetirse una vez y otra, empeorando a lo largo de los años, sin atisbos de solución.

La esquizofrenia no es una enfermedad que pueda curarse sola. La idea de que los pacientes pueden «mejorar por sí mismos» es un mito que solo perpetúa el abandono y el sufrimiento. Y aunque la psiquiatría ha avanzado mucho, es necesario y urgente que el sistema de salud ofrezca otra manera de abordar la enfermedad, a través de un seguimiento más humano, personalizado y constante. 

Sin embargo, la realidad apunta a que, cuando el enfermo recibe el alta, es su familia —en el caso de que la tenga— la que debe asumir el peso de la vigilancia y el cuidado, la mayor parte de las veces con nula orientación profesional y mucha desesperación e impotencia. Porque cuando los pacientes no tienen acceso a terapia o no están siendo observados por un equipo de salud mental, el riesgo de brotes recurrentes aumenta, y el daño a largo plazo es irreversible. Es como una pescadilla que se muerde la cola. Un bucle.

Las familias no deben ser vistas como «responsables» de los enfermos ni de la enfermedad, sino como «aliadas» de un sistema de salud pública que debe garantizar que los pacientes reciban la atención necesaria para poder llevar una vida digna. Y esto no tendría que ser una utopía. Es necesario formar y financiar equipos multidisciplinares que no solo ofrezcan medicación, sino también terapia y apoyo psicológico y social tanto para los enfermos como para quienes conviven con ellos. Son necesarios, también, protocolos más accesibles y claros para que los familiares puedan solicitar la intervención de los servicios de salud mental de manera rápida y efectiva, sin necesidad de recurrir a un proceso judicial lento y complicado. 

Necesitamos políticas públicas que aborden esta situación con la seriedad que merece. Los enfermos mentales no son responsabilidad de sus familias, sino de toda la sociedad. 
 

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