06/12/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Mi prometedora carrera como monaguillo se vio bruscamente interrumpida porque en el mes de mayo me pasé una misa entera sin parar de estornudar. En la iglesia, al contrario que en cualquier otra parte, nadie me decía ¡Jesús!, y después del “Podéis ir en Paz” el párroco me rescindió el contrato en la sacristía argumentando que la vocación no era compatible con la alergia al polen. Tiempo después, otra afección respiratoria en la Casa del Señor me enseñó, sin las metáforas de las Sagradas Escrituras, las contradicciones del ser humano. Radio Nacional retransmitió desde la iglesia de Vegas del Condado la Misa de España y, antes de entrar en directo, el cura nos advirtió de que no podíamos toser durante la eucaristía. Motivos técnicos obligaron a retrasar unos minutos la ceremonia y el silencio era tan incómodo que el sacerdote nos concedió una fugaz bula: “Podéis toser”. Tosimos todos, sin excepción, las mujeres y los hombres, fumadores y no fumadores, niños y mayores, la mayoría sin necesidad sino de forma preventiva. En Madrid estos días pasa algo parecido. Una boina amarilla cubre la ciudad, la misma que llevábamos años viendo al salir del túnel de Guadarrama los que llegábamos a la capital con la boina provinciana, y muchos madrileños, después de años y años soportando el tufo sin carraspear, han descubierto ahora que les pican la garganta y los ojos. Parece que la nueva alcaldesa les ha prohibido aparcar pero les ha recordado que tienen derecho a toser. El resultado es que desciende la contaminación ambiental pero aumenta la contaminación sonora, a la que ya había aportado decibelios esta extraña campaña electoral con villancicos en la que los candidatos se encomiendan más a la fortuna de futbolines y dominós que a sus propios argumentos, hasta el punto de que el resultado no lo va a contar Ana Blanco sino que lo van a cantar los Niños de San Ildefonso. No sólo en las urbes contaminadas sino también en los pueblos de aire puro como éste entramos en una época en la que nos dejan momentáneamente toser. Solo durante un par de semanas nos auscultan con preocupación. Los diagnósticos, como es sabido, se contradicen. Cierto que la Ley D’Hondt hace la tos de las urbes contaminadas más agarrada al pecho que el leve carraspeo de provincias, pero nadie quiere dejar escapar la oportunidad de esputar los mocos que lleva acumulando cuatro años. Por eso hay tanta flema en los mensajes. Por eso Rajoy no se expone a los debates. En el intercambio de virus, llama poderosamente la atención la actitud de los candidatos por León, la reencarnación en esta tierra de los cuatro evangelistas que quieren predicar en La Moncloa. Después de ganada su batalla interna, una vez conseguida su plaza en el viaje a otra legislatura en la que solo tendrán que estar atentos al momento en que les manden levantar la mano y a su cuenta corriente, apuestan ahora por la discreción. Pasan de largo sin detenerse, sin hacer demasiado ruido, sin grandes actos, sin grandes proyectos, sin falsas promesas. Saben bien que asomar la cabeza solo serviría para abrir la posibilidad de cometer un error, asumir el riesgo de que aparezca un votante con criterio o, lo que resultaría más peligroso, con memoria, alguien que les pueda reconocer o que sufra un agudo ataque de tos.
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