Con la espalda relajada, manteniéndola perpendicular al asiento que tanto ha costado conseguir y que tan bien remunerado resulta, se deben doblar los codos hasta que nuestros brazos formen un ángulo recto casi perfecto. Las manos deben estar a la altura del pecho, nunca por debajo de la mesa, jamás delante de la cara para que pueda ser captada por las cámaras de televisión.Se lleva una mano hacia la otra, colocando una de ellas en posición lo más convexa posible, buscando la sonoridad del hueco formado. Da igual qué mano se lleva a la otra mano: se puede aplaudir de derechas o de izquierdas, porque el resultado suele ser igual de repelente.
Se puede aplaudir también en escala mayor o en escala menor, en grados tonales y modales, en el Congreso o en el Senado, en Las Cortes o en el Europarlamento. En los ayuntamientos se estila menos, aunque haya que debatir a veces las mociones que mandan desde los verdaderos parlamentos. El ritmo no debe ser ni demasiado lento ni demasiado rápido, como el centro del campo del Real Madrid, como la primera conversación con tus suegros, dejando siempre abierta la posibilidad de acelerar el ritmo para enfatizar tu conformidad o retardarlo para mostrar indiferencia. Hay que estar muy atento a tu alrededor, como en misa, para saber cuándo toca levantarse y cuándo sentarse. Resulta extremadamente peligroso confiarse, dejarse llevar por la monotonía y considerar que la sencillez del movimiento permite estar pensando en otra cosa. No se debe perder la concentración en ningún momento. También parece sencillo darle al botón del Sí o al del No y a menudo hay confusiones que tumban carreras políticas y ya no hay explicaciones que valgan, ni creique ni penseque. Aplaudir cuando no toca, más si es cuando están aplaudiendo los adversarios, se considera poco menos que transfuguismo.
Como de los trabajos, como de los cargos, hay que saber entrar y salir de los aplausos, siempre de forma coordinada con el resto a no ser que se aspire a un ministerio o a algún cargo superior, objetivo para el que será necesario arriesgar. No valdrá entonces con acompañar la sonoridad de nuestra palmada con un leve asentimiento, sino que hay que atreverse a arrancar el aplauso de la grada, ser el primero, encender la mecha, provocar el efecto dominó que diferencia a los mediocres de los llamados a ser protagonistas. Mojarse, a fin de cuentas. Pero aquí no caben más individualidades que la del líder, cuyos chistes se deberán reír a carcajadas aunque, más que hacer gracia, en realidad provoquen náuseas. Si él se comporta como si en lugar de Las Cortes autonómicas o el Congreso de los Diputados se sintiera en el Club de la Comedia, se sustituirán los aplausos por risas sonoras, aplicando la misma norma en cuanto a intensidad y cadencia que en el caso de las palmadas.
Nada puede incomodar al líder cuando está hablando. Si le da por citar a algún histórico literato o pensador (Machado, Unamuno y Ortega y Gasset suelen ser los más socorridos) se le mirará con cara de admiración por su asombroso conocimiento y lo oportuno de su ocurrencia, aunque el literato no exista y la cita tampoco. Los buenos palmeros no dudan. Saben perfectamente controlar sus emociones y sus esfínteres. Saben que van a traicionar a aquellos que les han votado desde el primer momento en que pisan allí, que sólo mirarán por el beneficio de su partido y que, en cambio, sólo su líder puede mirar por el beneficio propio y, además, le aplaudirán gustosos. Si les notas como ausentes, es que están pensando en cómo volver a convencer a sus votantes, sabiendo que será más difícil, pero no imposible, como demuestran los números: 179 a 171.
Sólo en el Congreso la banda sonora de los plenos nos cuesta a todos los españoles más de un millón de euros al mes en los sueldos de los diputados, a los que no les hace falta leer la Ley de Amnistía ni tampoco la Constitución para votar que son perfectamente compatibles o que una está en contra de la otra, según lo que les manden. La verdad es que más que investir, embisten. Y se aplauden a sí mismos.