Lo volvimos a ver en lo del apagón del pasado lunes: Los medios de comunicación ‘tradicionales’ antepusieron la anecdotilla, las historias de ‘personas humanas’ y la exaltación de las cañitas en las terracitas a la explicación de las posibles causas y el desarrollo de los hechos. Quienes, incomunicados, buscaban con angustia información sobre sus familiares (ancianos, enfermos, niños pequeños) o eran incapaces de regresar a casa (muchos tuvieron que caminar durante horas y largos kilómetros), contemplaron la repetición de escenas de botellones improvisados y bailes en las plazas. Falta por confirmar si, como apuntan algunas fuentes, hubo también víctimas mortales fruto de la falta generalizada de electricidad.
Resulta difícil esquivar las interpretaciones políticas de un problema de tercermundización cuyo origen está, básicamente, en la incompetencia y negligencia de los políticos, pero centrémonos en los habitantes mundanos de la ‘polis’. En los momentos siguientes al mayor apagón de la historia de España abundaron las interpretaciones idílicas de lo sucedido. Sin posibilidad de usar el teléfono móvil debido a la falta de cobertura ni tampoco cualquier otro electrodoméstico -argumentaba alguna peña-, no hubo más remedio que coger un libro o una guitarra, o hablar con el de al lado para pasar el rato. Todo esto lo compartía la misma peña terminalmente ‘online’, que no suelta el móvil en todo el santo día. Y lo hacía en posts escritos desde el citado aparato electrónico, acompañados de vídeos de ‘exaltación de la alegría’ grabados con idéntico adminículo y subidos finalmente a las redes sociales.
Lo volvimos a ver, arrancaba el texto, porque durante la pandemia ya sucedió algo muy similar. La irresponsabilidad e incapacidad de mirar más allá de sus narices por parte de quienes defendían que la muerte y el aislamiento de millones de seres humanos les había venido muy bien para parar y desconectar. Los aplausos en los balcones, los bailes, toda esa pornografía social abyecta del “y a pesar de todo, la vida sigue” sólo es una manifestación del egoísmo salvaje que impera en las llamadas sociedades ‘desarrolladas’.
Me recuerda también a esos millonetis que recorren el mundo con una mochila ligera, sacándose fotos con niños negros y compartiendo con el resto de la humanidad reflexiones de todo a un euro: “Son felices con poco”. Ya, campeón, no como tú, que papá te lleva pagando la vuelta al mundo desde hace dos años.
Tampoco como esos que brindaron felices y muertos de risa a mayor gloria de la interrupción del suministro de amperios.