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Saturnino, bro

04/05/2025
 Actualizado a 04/05/2025
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Pero quién va a querer subir ahí?», le pregunta el enésimo funcionario al que se enfrenta el protagonista de ‘El 47’ para rogar que pongan un autobús hasta Torrebaró, en lo que entonces eran las afueras y hoy una zona tan cotizada como otra cualquiera de Barcelona. Antes el problema era de acceso en transporte público y ahora, como en el resto de la ciudad, de acceso a la vivienda. «Pues los mismos que esta mañana han tenido que bajar andando a trabajar», le responde el gran Eduard Fernández en versión antihéroe charnego, poco antes de pasar a la acción directa y llevar el autobús hasta su barrio por las bravas.

No todos los barrios tienen una identidad tan definida como Torrebaró y mucho menos en las capitales pequeñas, donde todo se diluye y es más fácil convencer al vecindario de que sus problemas no son los mismos. Hacer barrio, tarea a la que en León aún se aplican con admirable actitud algunos colegios (caso del Antonio González de Lama) se ha convertido en algo rancio para determinadas generaciones, los que no aceptan etapas intermedias entre el arado de sus abuelos y el brunch de sus amistades. Gente que dice cosas como «Saturnino, bro». Hay películas, libros y discos que han retratado con maestría la vida de los barrios, con sus grandezas y sus miserias, desde el ‘Barrio’ que coronó a Fernando León de Aranoa, en su caso los madrileños San Blas y Tetuán, a ‘Toldos verdes’, ensayo de PabloArboleda y Kike Carvajal sobre el urbanismo de periferia durante la dictadura y también nombre de un grupo musical al parecer emergente, pasando por la incontestable crudeza de Los Chikos del Maíz en ‘Barrionalistas’: «Hay miradas hambrientas, el yonqui de los ochenta / el gorrilla, el tonto del runner, la dependienta recientemente despedida / un jefe ingrato, no tenía contrato».

En León, es de suponer que como en el resto de ciudades, a cada generación le tocó estrenar un barrio distinto. No tiene que ver con mudarse, no hace falta habitarlo para poder estrenarlo, para disfrutar de esa sensación de haber llegado antes que el resto, de caminar por las calles vírgenes, los muros por pintar, las aceras por caminar y los bancos por sobar.Cuando se empiezan a ir los albañiles y se desmontan las grúas, se abren tantas posibilidades que los chavales se transforman en exploradores: saben que hay un mundo por descubrir y eso hace sentir una libertad tan necesaria como fugaz.

A mí generación le tocó estrenar el Polígono X. Ahí sigue, varado en el tiempo, gracias a la necedad de sus vecinos, cada vez más viejos y cada vez menos, que siguen sin querer hacer más accesos para conservar una tranquilidad que, en realidad, nadie les podrá quitar nunca porque todo su interior, con su precioso parque como mejor ejemplo, siempre será peatonal. Allí hay locales que siguen vacíos cuarenta años después de la construcción del barrio (quizá fuera una premonición de lo que luego ha pasado en toda la ciudad), completando así un monumental homenaje al ladrillo caravista. Se fueron instalando negocios que resultaron fugaces. Una sala de juegos llamada Leotronic, donde macarras imberbes nos jugábamos la propina al futbolín, era algo así como la puerta de acceso, lo único que muchos adolescentes llegaron a conocer del Polígono X.

Cada generación, digo, colonizó un barrio, le dio vida y sentido. La colonización llega ahora a La Lastra, zona cero local de la crisis del 2008, el barrio del que miles de leoneses habían oído hablar muchas veces pero no descubrieron hasta los paseos entre fases de confinamiento, aquel tedioso camino hasta alcanzar la nueva subnormalidad, como bien decía esta semana mi compañero Javier Fernández del Puerto. La Lastra nació con tantas ínfulas que en lugar de llenar primero las viviendas y luego construir un centro comercial se hizo al revés, como al revés se hizo el reparto de solares: a los constructores de entonces el Ayuntamiento de León les pedía que invirtieran en la Cultural para conseguir el metro cuadrado más barato, reflejo de un tiempo en el que las decisiones deportivas se tomaban en la concejalía de Urbanismo y las decisiones urbanísticas en el palco del estadio de fútbol. Tras el paréntesis patrocinado por Lehman Brothers, el barrio de La Lastra retomó a duras penas la verticalidad de sus grúas  y hoy, joven, moderno, residencial pero distante, politizado antes del tiempo, se considera de moda hasta el punto de que muchos pisos en venta por barrios no tan cercanos, como el citado Polígono X, se publicitan como si estuvieran allí, junto a los guardianes de la ciberseguridad nacional. Y eso a pesar que, para guardar coherencia con el resto de la ciudad y demostrar por enésima vez el nulo espíritu emprendedor de los leoneses, la mayoría de sus locales siguen cerrados. El resumen es que La Lastra le reclama ahora al Ayuntamiento más servicios y un 150 % de intereses por aquella penosa parcelación hecha cuando las cuentas se cuadraban poniendo a un constructor al frente de la caja de ahorros.Que fluya. Los jeques salvaron a la Cultural, pero a La Lastra la tenemos que salvar todos los leoneses.

En la ciudad de León los barrios se reparten por comarcas. Funcionó mucho lo de «pues uno de mi pueblo compró un piso por allí cerca...». En el Polígono X están las riberas del Esla y el Porma, las del Torío y el Curueño por San Mamés y Palomera, Babia en Pinilla, el Órbigo y la Maragatería en La Virgen y El Crucero... aunque en realidad de donde más hay ahora en El Crucero es de Tánger. Mientras el centro se entrega a los turistas y a los hosteleros con pedigrí, olvidamos la vida de barrio como olvidamos la vida de pueblo, aunque sea el lugar en el que todos querríamos estar cuando se apaga la luz.

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