03/09/2023
 Actualizado a 03/09/2023
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Cóndor en miniatura, águila Roc de la Meseta, bípedo plúmeo, vástago de la estirpe de los tiranosaurios… Ave legendaria, tu recuerdo vuelve a mí en estos días de otoño anticipado, mientras miro por la ventana las nubes que nunca podrías haber surcado.

Vivía yo en Conde de Toreno y en el colegio nos llevaron de excursión a una granja avícola. A la salida, un pollito de obsequio, metido en una caja de cartón. Recibiste tu nombre, Rufo, con orgullo gallináceo. Picabas los alimentos con timidez, entre las miradas desaprobatorias de Ma y la promesa de una cresta imponente. En clase la excitación era máxima. Consejos sobre el cuidado, leyendas sobre ejemplares de hermanos mayores que habían crecido hasta casi no caber en casa, competiciones por ver cuál era el mejor… No se hablaba tanto de lo que cagaba el bicho, por todas partes, entre miradas todavía más desaprobatorias de las progenitoras. Ni lo poco cariñoso que era y las heridas que hacía con el pico en los dedos infantiles. También llegaban los relatos de las primeras bajas. En aquel tiempo, la muerte era un lugar desconocido y lejano. Se sabía que existía, pero no se pensaba en ella.

Un día salí de la cama a darte el desayuno y los buenos días. Allí estabas tú, en tu caja, estirando literalmente la pata. La imagen tan gráfica, con la extremidad prácticamente tiesa, sigue grabada en la sesera. Luego el lloro, el dramón. Aquello debió ser como el apocalipsis, porque la muy urbana madre echó mano de todos los recuerdos de su infancia rural y tomó la decisión de coger el secador de pelo y enchufárselo al animal.

Entonces resucitaste, oh Fénix de plumón amarillo. La pata tiesa empezó a recuperar la doblez y los ojos entrecerrados se abrieron. Volviste a hacer una de tus abundantísimas deyecciones y La Parca se fue a por otra criatura. Así y todo, la escena fue lo suficientemente tensa como para aquella tarde, al volver de la escuela, la Ma me contase que había hablado con una de las señoras que vivían en las casas bajas de al lado y que tenían corral. Que allí su vida estaba más segura y que Rufo llegaría a ser un día un gallo (o una gallina, que su naturaleza era epicena todavía) a tope de hermosura. Te cogí en mis manos y fuimos hasta la señora, que estaba echando la partida con las amigas. Me dijo que lo cuidaría bien y que podía pasar a verte siempre que quisiera. El alivio fue inmediato. Volví a casa y te pensé cacareando al alba. Luego, la verdad, me olvidé totalmente de ti. Ma fue astuta y pospuso el momento de enfrentarme a la muerte, aunque fuese pajaril, para otro rato. Nunca regresé para verte y no sé si viviste un día más o si acabaste al chilindrón un año después. En cualquier caso sigues aquí, inmortal, en estas gloriosas y glorificadoras líneas.

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