22/10/2023
 Actualizado a 22/10/2023
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Cerca de donde pasé la infancia hay un pico, el Tres Mares, que siempre me chifló porque, dependiendo de la ladera, sus aguas desembocan en el Mediterráneo, el Cantábrico o el Atlántico. Luego, más cerca todavía, había otras montañas y puertos que separaban cuencas. Si una gota de lluvia caía un poco más aquí o un poco más allá terminaría alimentando a un arroyo, que desembocaría en un río que desembocaría en un mar… o bien en otro muy diferente a muchos kilómetros de distancia.

Aquello siempre me volvió loco. Años después tuve la oportunidad de estar en la desembocadura de algunos grandes ríos (Oporto, Deltebre, Ribadesella), con idéntica sensación mientras miraba pasar las monstruosas masas líquidas: aquí está aquella gota que cayó en aquella montaña.

Hace poco regresé, después de mucho, a uno de los sitios por donde paseaba con mis abuelos de pequeño. Y recordé que por allí jugaba a nombrar los regatines que cruzaban los caminos que atravesábamos. Todos con grandes nombres épicos, recién descubiertos por una exploración de muchos años, venida desde muy lejos tras sortear infinidad de peligros y liderada por mí. Aquellas eran las míticas fuentes del Esla, y no las que todo el mundo decía. Y echando una flor (o un escupitajo), veía alejarse esas aguas todavía pequeñas, pero que un día se convertirían en grandes Amazonas, Nilos o Mississippis.
Podría soltar aquí una chapa sobre el «clima climático» a cuento de, por ejemplo, el precio del aceite. Pero no lo haré. En lugar de eso prefiero caminar por el istmo que conecta la que antaño fue una isla en un embalse que hoy está a un cuarto de su capacidad. En aquella isla estaba la Cueva del Osón, que de pequeños mirábamos desde abajo, allá en lo alto, con su entrada grande e inquietante, y que ahora se ve desde arriba, de espaldas y sin rastro de temor.

El abuelo Pepe siempre decía que dentro de aquella cueva tenía que haber un tesoro de los romanos o de los vadinienses, y había que reírse un poco de la afirmación: aquella era otra de las ensoñaciones ‘abuelísticas’. O al menos eso se comentaba cuando había otros mayores delante. Pero, por dentro, yo imaginaba que sí, que el lamido de las aguas dejaría un día al descubierto uno de esos yacimientos y que entonces la expedición encabezada por mí en busca de ríos desconocidos lo encontraría. Al final el hombre no andaba muy desencaminado: hace diez años encontraron cientos de maravedíes medievales enterrados hace siglos y devueltos a la luz del sol por la erosión acuática. Al final, siempre el agua, escribo. Y luego me pongo el ‘River man’, de Nick Drake.

 

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