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Quieta, pacífica y diligente

16/08/2015
 Actualizado a 10/09/2019
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Casi todos los veranos tenemos algún disgusto con el asunto del registro de algunos bienes a nombre de la Iglesia, acaso porque en estas fechas hay quien tiene tiempo para inventariar problemas irresolutos de la vecindad, ofrecer orientaciones, redactar escritos y hasta llevar a cabo gestiones reivindicativas ante quien proceda, en este caso, ante el Obispo diocesano. Lo que se busca es evitar que nadie arramble con los bienes que son «del pueblo». Ahí está la fórmula mágica: «el pueblo».

Perdonen si generalizo, pero uno acaba por percibir que la iniciativa, calcada en antecedentes de otros lugares, se inspira en ideologías que niegan el pan y la sal a cualquiera institución religiosa y emplean estrategias populistas, muy al uso en estos tiempos. Sea como sea, lo que se pretende es convencer de que las inmatriculaciones en el Registro de la Propiedad de iglesias, ermitas, casas rectorales, fincas rústicas... a nombre de la Iglesia es, dicen, un ejercicio inmoral de usurpación, que además viene facilitado por una ley ‘pepera’ que permite el registro con la sola base de un certificado episcopal que dé fe de que ese bien es propiedad eclesiástica «desde tiempo inmemorial».

El asunto sería largo de tratar. Hoy me quedo en un par de consideraciones que algo pueden ayudar a poner alguna luz en este vidrioso asunto que genera tensiones y escozores tanto en los ámbitos civiles como eclesiásticos. La primera es que si la Iglesia está procediendo a estas inmatriculaciones no es por arrebatar la propiedad a nadie al amparo de privilegios e influencias; sólo se trata de dar seguridad jurídica a lo que se posee y usa desde tiempo atrás de una manera quieta, pacífica y diligente, cosa que responde a la obligación moral y canónica que se tiene de velar por la conservación de la propiedad y el uso de los bienes en las mejores condiciones posibles; además esta disposición sintoniza con la preocupación de las instancias civiles por que estén perfectamente definidos los contenidos del catastro. La segunda es importante tenerla muy clara: los bienes se registran, no a nombre del Obispado, sino de la parroquia correspondiente, es decir, de la comunidad cristiana que integran feligreses y párroco, que son los que básicamente contribuyeron y contribuyen con trabajos y donaciones a su existencia y mantenimiento. Estos bienes son, pues, de la feligresía, o sea, de los habitantes católicos del lugar. Sí, sí, «del pueblo», pero con determinativo: del pueblo... de Dios. Seguiremos. Si procede.
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