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Primerísimo amor

01/10/2023
 Actualizado a 01/10/2023
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Cuando nos vinimos a vivir a León me metieron en la guardería Din Don, en la calle Obispo Almarcha. Ahí sigue, con su arbolito en el patio rodeado por los altos edificios que dan a Batalla de Clavijo. También sus dibujos de Mickey Mouse y Minnie pintados en la fachada de colorines. Pasan los años, las décadas, y la memoria sigue conservando la sensación de entrar por esa puerta, ver la sala de juegos, sentarse en los pupitres chiquitines y hacer con una piedra pintada un pisapapeles para el día del padre.


Ahí conocí a mi primer amor. Vanessa se llamaba. Y con cuatro años tenía ya unas gafas con el grosor de dos ceniceros. Creo que era la única ‘gafuda’ en el parvulario y tal vez eso fue lo que me gustó de ella. Tenía también muchos mocos, muchísimos, que le daban una voz nasal encantadora. Yo estaba todo el día con ella, escuchando las historias de su hermano mayor y cualquier cosa que se le ocurriese. Algunos días nos ponían música y yo siempre la sacaba a bailar. A veces (pocas), ella no quería y entonces se lo pedía a otra niña, pero no era lo mismo. Me acuerdo de estar los dos, con nuestros babis, hablando, pequeños y blandos, mientras alrededor había un apocalipsis de gritos y juegos.


Luego llegó segundo de parvulitos y me cambiaron al colegio. El mayor choque fue que, entonces, era un centro no mixto. Aunque no exactamente: en la clase de mi hermano, un año más joven, empezaron a entrar chicas. Pero yo me tiré diez años sin volver a compartir aula con una. Tal vez vengan de ahí los buenos recuerdos de Vanessa (y otras muchas cosas).


Recuerdo igualmente a un rapaz grandón, el típico niño gigante que hay en todas las clases, que me daba miedo, aunque he olvidado su nombre y si era algo abusón o, simplemente, voluminoso. También nos cuidaba de vez en cuando un chico que ponía la voz del Pato Donald y nos moríamos de risa, y a mí me maravillaba ese gorjeo y quería aprenderlo para hacer reír también a los demás.


Encontré en una ocasión la foto del curso y salen muchos de los que luego serían mis compañeros en el colegio, mirando a la cámara con ojos grandes, cara de susto y orejas de soplillo. Unos ratoncines que apenas habían salido de la madriguera.


Mucho más tarde supe que mis padres se plantearon comprar Din Don, aprovechando la experiencia de mi madre trabajando como profesora infantil, aunque aquello nunca se materializó. Habría estado curioso, pensaba el otro día mientras pasaba por allí: la encontré exactamente igual a cómo lo recordaba, sólo que con una tienda de cannabis enfrente.

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