«Madre mía, ¿todo eso por sólo 1,70 €?», se preguntaba incrédula mi novia al mandarle una foto del pincho de tortilla que me pusieron junto con el café a primera hora de la mañana. La periodista leonesa Marta García Aller compartía una ‘storie’ en Instagram en un bar de la Plaza del Grano y escribía, «hasta en el desayuno te ponen tapa». Así es esta ciudad. En otros rincones de España pides una cerveza y tienes que dar gracias de que te den unos cacahuetes o jamón de mono; debes coaccionar al camarero con la mirada, insinuando con ojos penetrantes que no te vas a beber eso a palo seco, que a ver si te pone unas olivitas o algo. Aquí si te descuidas sales a tomar unos mostos y llegas a casa comido. Es típico eso de «oye vamos de vinos por el Barrio Húmedo y ya de paso cenamos». Te sacias con las sopas de ajo, la cecina y las patatas picantes de Blas.
Tapas con forma de ‘pintxo’ y chorizo dulce con aroma a butifarra catalana. Cuando uno alterna por León se siente un privilegiado de poder disfrutar de placeres alejados del resto de España a tan módico precio; burguesía aventajada en la que viven en Euskadi y Cataluña. Esa idiosincrasia lúdica crea un Metaverso propio de los fueros de los que gozan las injustamente distinguidas comunidades históricas. Al cruzar el rubicón del Barrio Húmedo uno vuelve a pisar la tierra de la España vaciada, infrafinanciada y marginada por los de siempre. Esa poderosa ventaja que uno experimenta al consumir gratis una tapa que en otros sitios te costaría cuatro euros es lo que sienten los vascos y los catalanes; mientras en el resto de autonomías los servicios públicos son deficitarios, ellos disfrutan de un oasis foral.
Cuando los partidos nacionalistas se van de tapas con el gobierno de turno terminamos pagando la ronda todos los españoles. Flota en el aire la eterna sensación de que a los demás nos cuesta todo más que a ellos. Por lo menos aquí, no tenemos que pagar las tapas.