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El poder de la lupa

10/09/2023
 Actualizado a 10/09/2023
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Al principio los rayos se concentran en un pequeño círculo blanco, que si lo miras un rato se te queda marcado en la retina, como cuando te hacen una foto con flash, y permanece bailando en los ojos durante unos minutos. Luego las fibras empiezan a retorcerse y aparece el humo, apenas un hilo o un látigo finísimo. Al final, una minúscula llama avisa que lo conseguiste.

Un último recuerdo de aquellos primeros años en Conde de Toreno: Abuelo Pepe nos había enseñado en el pueblo a usar una lupa para hacer fuego. Magia. «No, ciencia», puntualizaba el Abuelo mientras ubicaba la lente de aumento –que todavía conservo– orientada con el sol. En el pueblo la probamos con palitos y hierbas secas que, efectivamente, ardían que daba gloria. Pero yo quería más.

La casa de Conde de Toreno tenía moqueta. Una moqueta verde sintética que parecía un estropajo. Un día, jugando con la lupa al lado de la ventana de la salita –la habitación que no era salón ni tampoco dormía en ella nadie–, vi que aquel suelo sucumbía bajo el poder de los rayos de sol concentrados. En un primer momento, consciente de que aquello no estaba bien, me limitaba a achicharrar un par de pelillos verdes de aquella tapicería. Más tarde, enganchado a la droga de la destrucción doméstica, seguía un poco más, hasta que se formaban pequeños círculos negros. El siguiente paso era apurar y apurar, hasta que la combustión dejaba ver el subsuelo de terrazo. Pronto instruí a mis hermanos pequeños en la piromanía solar.

Lógicamente, todo se hacía en absoluto secreto. Alguna vez nos vieron salir precipitados desde la ventana, y nos preguntaron qué estábamos haciendo mientras silbábamos (metafóricamente, pues todavía no sabíamos chiflar sonido ninguno con los labios). Pero un día mi padre nos pilló con las manos en la masa: entonces se dio cuenta de que las cortinas ocultaban un pequeño archipiélago de islas carbonizadas. Con los ojos como paelleras de fiesta mayor levantina nos echó tremenda ‘peta’ y nos aseguró que si aquello prendía de verdad salíamos todos como un churrasco. Mis hermanos soltaron entonces al unísono: «Darío nos enseñó». Y allí sentí que todo el peso de la culpa del mundo caía sobre mis infantiles hombros y que mis diminutas gónadas trepaban hasta la laringe. En ese instante fui consciente de la inflamabilidad de los derivados del petróleo y del peligro de mis acciones. Lupa confiscadísima, por supuesto. Pero, claro, a partir de ahí siempre que cae una nueva en mis manos adivinarán qué es lo primero que hago.

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