05/11/2023
 Actualizado a 05/11/2023
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Igual que la sucursal de Tower Records en Japón ha pervivido mucho tiempo después (y con mucho más éxito) que la matriz original y del mismo modo que el puritanismo conformó (y sigue conformando) la mentalidad de EEUU a partir de unos pocos colonos británicos que escaparon de una tierra donde apenas tuvieron repercusión, aquí tuvimos Oh! León.

Nació como una filial de la Oh! Madrid, la mítica discoteca de la A-6 también conocida como Buddha, pero su vida fue mucho más larga y fructífera. En aquella nave camino a Puente Castro, entre almacenes de electrodomésticos y detrás de Continente, pasaron muchas y muy jugosas cosas.

Ahí se yergue todavía, cristaleras de colores rotas, al lado de un descampado que antaño estaría sembrado de ‘chutas’ de yonkis. ¿Primeros recuerdos? Difíciles de ubicar. Flota la imagen de toda la clase de tercero de BUP en la pista. Era cuando la ruta era viernes en Lancia, sábado en la Oh! y el domingo a Baroke. Solíamos ir (Yeyo, Luis Ángel, Álvaro) a la parte de arriba, donde las rumbas, a mezclarnos con la peña gitana y bailar. Había cachondeo y arrime, y luego estaba la pista de abajo en plan catedral del ‘trance’, todos con los dientes blanquísimos y brillantes por la luz negra. O, ya tiempo después, las fiestas universitarias.

También estaban los conciertos con aquel escenario arribísima del todo, que temías por la integridad física de los grupos y solistas ante un traspiés desafortunado. Los de Alejandro Sanz, pero también de Dover y las Killer Barbies, con Silvia Superstar arrastrándose por el suelo y –tal vez, los recuerdos son lejanos y confusos– desembarazándose de su ropa interior. Así y todo, la mayoría de la gente de fuera de León la recordará por ser el espacio de los ‘allnighters’ del Purple Weekend. Sus paredes han sido testigo de escenas dantescas e inenarrables que no conviene contar hasta que no hayan fallecido sus protagonistas (y un par de generaciones de su progenie).

Sólo diré que vi como un componente de la Chocolate Watchband de unos 70 años de edad metía cuello y se arrimaba en danza restregona con la entonces novia de un amigo mientras yo hablaba con él y éste miraba y me sonreía. U otra edición que un amigo fue a deponer y se quedó dormido en los baños hasta que la violenta apertura de la puerta por parte de una empleada de limpieza arrojó sobre su rostro los rayos del sol que lo revivieron como si se tratase de ‘La mañana’ de Grieg. En las últimas ediciones del guateque del Purple hubo que instalar unos grupos electrógenos para dotar de electricidad aquel macro-local abandonado. Una anticipación del inminente final.

El cartel reventado, la pintura negra desconchada y la invitación a ser refugio de okupas le proporcionan hoy un aire todavía más mítico que, desde aquí, esperamos que se conserve por mucho tiempo. Otro hito en el museo urbano de los recuerdos.

 

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