Iquitos es una alucinante ciudad peruana que está en el medio de la selva del Amazonas. Aunque dista más de 800 kilómetros del mar más cercano, se considera una isla en la práctica, puesto que sólo se puede llegar hasta allí en avión o en barco, navegando durante días por el río Amazonas. La selva se ha ido engullendo a lo largo de los siglos cualquier intento de hacer una carretera o una vía que llegue hasta la que fue considerada capital del caucho. Muchos viajeros procedentes de todo el mundo llegan a Iquitos para probar la ayahuasca, una planta amazónica que se cuece y se machaca hasta que su aspecto es completamente repulsivo a la vista y al olfato. Se toma en una ceremonia se supone que curativa en la que decenas o cientos de nativos empiezan a cantar hasta entrar en algo parecido a trance, un soniquete tan insoportable que al parecer puedes caer en alucinaciones aunque no hayas tomado el brebaje.
Como otra droga, como otra aplicación que descargar al AppleWatch, jóvenes flipados de todos los rincones del mundo abarrotan las calles y los restaurantes de Iquitos, en algunos de los cuales ya se ofrecía hace años un menú especial para el día antes de tomar ayahuasca y otro para el día después. En España, la ayahuasca fue popularizada por J.J. Benítez y Jiménez del Oso, que grabaron un documental con su experiencia en el que contaban que habían hecho viajes siderales y se les habían aparecido abuelas que habían muerto hacía años. Se puede decir, en realidad, que no se recuperaron nunca de aquel viaje, y se puede decir también que no se puede culpar de nada a la ayahuasca porque, como los aventureros de hoy, ya llegaron a Iquitos ciertamente flipados.
Fue el caso, también, de los participantes en el rodaje de ‘Fitzcarraldo’, película del alemán Werner Herzog en la que contaba la vida de un traficante de caucho tan excéntrico que ponía ópera a los esclavos y tan rico que les pagaba para que pasaran su barco de un río a otro a través de una montaña. Hay un hotel que construyeron para alojar a los actores, entre los que en un principio estuvo MickJagger y luego les dejó tirados para irse de gira, así que el director tuvo que recurrir a un actor que había sido su amigo y había pasado a ser enemigo íntimo y, además, estaba como una auténtica regadera: Klaus Klinski.Estaba tan loco y tan drogado que para darle mayor dramatismo a algunas escenas quería matar de verdad a los esclavos que participaban en el rodaje y se enfadó mucho porque se lo impidieron. Luego, era toda una turba de nativos la que le quería matar a él.
En Iquitos vivía un cura de Sabero, Joaquín García Sánchez, al que todo el mundo conocía comoQuinito. Era agustino y había fundado, entre otras, la BibliotecaAmazónica. Hizo tanto o más por la cultura, por la memoria de los pueblos indígenas, como por la religión. Aparecía en ‘El río de la desolación’, el libro de viaje por el Amazonas de Javier Reverte que, en cierto modo, me había llevado hasta allí. Entrevistándole para la vieja Crónica en su despacho, por las ventanas se colaba la selva como una conciencia salvaje y el aire resultaba tan espeso que se enredaba en los ventiladores hasta detenerlos, es decir, que me sentía, salvando las insalvables distancias, dentro de otro libro, ‘Pantaleón y las visitadoras’, del recientemente fallecido Mario Vargas Llosa, que fue el que puso Iquitos en el mapa de la literatura universal. Admirado como escritor en todo el mundo y odiado como político en buena parte de su país en particular y de Hispanoamérica en general, su muerte ha venido a demostrar que ni siquiera quien se ha ganado un merecido trozo de eternidad puede librarse de las prisas de los informadores de hoy: «La muerte de Vargas Llosa, en vivo», titulaba en definitiva metáfora un periódico español para intentar ganar otras cuantas visitas y llevar la contraria al difunto, que quiso llevar con total discreción (quizá la que le faltó antes en muchas facetas de su vida), su enfermedad y su despedida de éste y de todos los mundos que nos regaló a sus lectores.
Más que una declaración, ‘La muerte en vivo’ es toda una contradicción de intenciones. Recuerda a aquella temporada durante la que la mencionada vieja Crónica publicó las esquelas dentro de la sección de Vivir. Ya se tituló así, ‘La muerte en directo’, una película francesa, de Tavernier, en la que trazaba una ácida parábola sobre la muerte como espectáculo y manipulación del individuo por parte de los medios de comunicación. Eran principios de los ochenta, aunque hoy a todo el mundo, de tanto retransmitir su vida y su muerte en directo, le parezca que todo esto lo haya inventado Black Mirror y las bocas se llenen al pronunciar distópico.
La muerte en vivo es, a fin de cuentas, lo que vemos también estos días por nuestras calles, la muerte teatralizada, la muerte por fases, el clasismo de la muerte, la muerte en directo con un pequeño delay de 2025 años pero que cada Semana Santa, resulta evidente, es capaz de movilizar a más y más leoneses de todas las edades que, en cambio, no muestran el mismo interés en luchar contra otra muerte anunciada: la de su propia provincia. Muy al contrario, en sus procesiones dejan que hagan de braceros los mismos políticos que rentabilizan con obscenidad nuestro martirio. No será por haber tomado ayahuasca ni por el poder de la literatura, ni por los presupuestos que no hay ni en Castilla y León ni en España, ni por los fondos Next Generation ni por los Edusi, ni por las apariciones de fantasmas en la Mesa por León: si aquí hubiera resurrección, a nadie le pueden caber dudas de que se trata de un milagro.