Pensé, desde el instante en que conocí su despedida, que no sería capaz de mantener un largo artículo sobre Luis Miguel Rabanal (Luismi, para tantos), al que no tuve la suerte de conocer, salvo a través de su poesía. Afortunadamente, notas y obituarios, frases escritas aquí y allá, tras el triste conocimiento de su muerte, me han ayudado mucho en esta construcción apresurada, pero estrictamente necesaria. Esta es una tierra de poetas y escritores, nadie podrá negarlo. Hay una estirpe luminosa, doliente también por tantas cosas, de seres que convocan en la noche la luz de las palabras, una estirpe que brilla en la oscuridad del tiempo, que no quiere perder la última posibilidad de luchar contra el olvido. Aquí habitan y han habitado grandes de las letras, o, al menos, aquí han nacido. Y algunos han muerto, como Luismi ahora, aunque lo hiciera en realidad al otro lado de las montañas, cerca del mar.
Tenemos un pasado de poetas dolientes, marchitados algunos por la soledad, por la enfermedad y el trauma, y un pasado también de hombres y mujeres solitarios, escribiendo de forma heroica como los que plantan vides verticales en la Ribeira Sacra, poetas agazapados entre montañas, coronados en raras ceremonias por un abrazo de urces, o los que recorren las llanuras como peregrinos. Poetas que han crecido sobre las ruinas y las piedras, y sobre las vanas esperanzas, poetas del anochecer, de tapias derruidas y palomares nostálgicos, poetas de pueblos anegados, donde duerme la memoria de una felicidad extraña e improbable, una felicidad arrebatada a dentelladas. Tenemos poetas en las ágoras y en los caminos del monte, en las ciudades a las que han viajado y en las que han residido, poetas de la emigración, poetas arrastrados hasta los labios de la gran urbe, poetas por cuya sangre circula sin embargo el alma de un territorio somnoliento, en el que se enrosca la niebla del olvido, un territorio al que siempre han pertenecido, a pesar de las distancias y los exilios interiores, al que regresan en las tardes rojas del verano, o en las noches violetas.
Siempre escuché a Luis Miguel Rabanal en la distancia, en ese recogimiento de la enfermedad y el dolor, pero prolífico y presente en la escena poética, siempre envuelto en esa extraña tormenta de la vida injusta con algunos, en el azar de las heridas del tiempo. Desde el principio, Luis Miguel Rabanal estaba allí, construyendo poemas que se alimentaron pronto de la sensación inevitable de la despedida, aunque quedara mucho para eso, poemas en los que acumuló el polvo amarillo de la memoria, el aliento doliente de las postrimerías, como quien vive toda la vida en un momento, como quien avanza a grandes trancos sobre un territorio que merecería más demora, como esa serenidad de las tardes de lluvia y el suelo humeante, y los prados del paraíso, sin la perenne amenaza del dolor.
Ahora, en los obituarios, contemplo aquellas fotos de juventud que nos devuelven a alguien a quien no conocimos, pero que nos habló tanto en sus escritos. El poeta en sus comienzos, su rostro inquisitivo, su mirada amparada en grandes gafas de, a buen seguro, ávido lector, la promesa segura de una grandeza literaria que sin duda ha cumplido, pero atravesada inexorablemente por el golpe del confinamiento y la quietud impuesta. Rabanal ejemplifica como nadie esa poesía del trauma, existencialista, dicen algunos, pero que han mirado frente a frente, con honestidad feroz, a los ojos de la enfermedad y de la muerte, con quien decía convivir en la armonía obligada de los años, en la atmósfera de la rara costumbre, en las noches insomnes, mejor quizás que en los textos del dolor, en la amenaza de la rendición, en la constancia de negociar la despedida a cada paso.
Siempre la sensación del final, de la postrimería, pero siempre presente el recuerdo del paraíso de la infancia. Olleir, como territorio de liberación a través de la memoria, o, mejor, a través de luces azarosas, los relámpagos del recuerdo, a los que, como decía aquí Fulgencio Fernández el otro día, en el hermoso obituario, volvía en ocasiones con cierta socarronería. La casa familiar, que nos construye, ese lugar en cuyas paredes se acumulan los fantasmas de otro tiempo, esa edificación herida a la que todos volvemos cuando los padres faltan, cuando la historia ya es un pasado que amarillea, fue el lugar al que le hubiera gustado regresar, pero no pudo. Olleir, Riello, se hizo territorio mítico y existencial, vivido y revivido en la distancia. Y cuando lo recordaban, o lo homenajeaban, su rostro se proyectaba en las paredes, aunque él no estuviera, sus versos navegaban por los ríos más hermosos de Omaña, su voz se aventuraba a mencionar lo que quizás su vida hubiera podido ser de otra manera. Si no hubiera sucedido el trágico derrumbe.
Como suele decirse, pero es más verdad que nunca, un poeta crece cuando sus versos forman parte de nosotros. La poesía de Luis Miguel Rabanal adquiere una importancia extraordinaria no sólo por su contexto vital, sino por la profundidad de temas que aborda, por su gran sentido íntimo y filosófico, por la defensa a ultranza de su territorio fundacional. Todos los escenarios trágicos de su existencia se modulan extraordinariamente en la honestidad de sus poemas, en su mirada limpia. Su vida no fue quizás la vida que debería haber vivido, pero la herencia de su poesía es incuestionable, su nombre en nuestra literatura debe seguir brillando, más si cabe que cuando estuvo en vida, como ha subrayado otro de nuestros grandes, Juan Carlos Mestre. No reconocer su dignidad literaria, su originalidad como escritor, sería simplemente faltar a su memoria.
En la última década, la publicación de su obra (casi) completa en la editorial sevillana Renacimiento (‘Este cuento se ha acabado’) colocó a Rabanal en el mapa merecido, pero ha sido su trilogía, recogida por Eolas en ‘Postrimerías’, la que realmente me ha devuelto los ecos de aquel poeta a quien no puede conocer, y que siempre estuvo presente en la distancia. Siempre sobrevoló nuestras vidas, y nuestras ilusiones literarias, y nuestro paraíso, desde el duro trance de la tetraplejia nos iluminó en este viaje.
Ahora, cuando inicia el suyo, allá donde el mar y el viento le lleven, lo recordamos con sencillez y emoción. Con el respeto que merece su grandeza literaria, que deberá ser reivindicada con más fuerza.
Y repetimos aquellos versos de mi libro favorito, ‘Que llueva siempre’, donde brilla esa luz encendida de los primeros años, esa luz que pugnó por no apagarse: “Todavía se yerguen en su lugar los arbustos. / El verano de la niñez le trae el sonido de la música / y detrás de las tapias los primeros besos / en el paladar con asombro”.