Ya tengo contado que, en mi pueblo, los niños bebíamos a morro en la fuente, en el río y en el reguero. Y eran los mismos ríos, fuentes y regueros en los que bebían los animales. Supongo que nosotros nos llevábamos la peor parte porque el agua venía de las cimas y allá arriba, bebían el lobo, el raposo y las ovejas de la majada y también lo hacían a morro. Las alimañas bajaban al pueblo y el hombre subía al monte. Se conocían mutuamente, se vigilaban de lejos y se reconocían las huellas. El oso bajaba olfateando colmenas y el zorro, gallineros. El hombre subía a buscar leña y alimento, a cazar o desbrozar montes y senderos. Los rebaños vivían arriba y abajo, según la época del año. Las normas las marcaban el sol, la luna y la necesidad de cada uno. Así, subiendo y bajando, desgastando los mismos caminos, convivían tierra, agua, humanos y animales, con un respeto inquebrantable entre todos los elementos. Ecosistema se llama, aunque nosotros no lo sabíamos. Sobrevivimos todos.
Los estados del agua eran quieta o en movimiento. El agua quieta se llamaba hielo o nieve y la otra eran río y arroyo. Y si el movimiento era vertical y empapaba, se llamaba lluvia o tormenta. También estaban el pilón y la lata de beber las gallinas. Esa era la remansada. Había huertos con rigurosos turnos de riego, a los que el agua, en cualquiera de sus versiones, mantenía vivos. Y si no quedaban en su camino, un hombre encorvado y una azada la encauzaban rumbo a los surcos. No supimos del concepto potable, pero sobrevivimos. No había peligros donde estuviesen ellos, que tanto sabían de cansancio y dolor de pies, pero no tuvieron más alfombra que aquella de rafia hecha por la abuela, para amortiguar el chirrido de la mecedora sobre el suelo, cuando nació el mayor. Era cuando no se hablaba de medio ambiente y el almanaque daba nombre a los humanos, pero no a las tormentas ni a los vientos. Mucho antes de que la tierra enfermara, tuviera procesos febriles y tiritonas incontrolables a las que llamaron olas de calor y frío. Antes de que le talaran las piernas, ardieran sus bosques y sus mares se convirtieran en fosas sépticas.
Confieso que esta semana, de no ser por el alcalde de la capital del reino, se me hubiese pasado el Día Mundial del Medioambiente, que en 2025 tiene como tema principal acabar con la contaminación por plásticos. Digno de mención el señor Almeida, celebrando esta fecha con un homenaje a José Luis Álvarez, alcalde madrileño de la Transición, gran defensor del medio ambiente. El acto, supongo que lleno de buena intención, fue en un ‘parque’ llamado Parque de la Mermelada Casera. Me quedo el nombre como título y lo demás lo dejo para barbecho. Para no perder detalle del disparatado evento, las redes ofrecen vistas aéreas del desértico paraje. Y sobre él, una alfombra azul y un palco blanco instalados sobre un secarral sin árboles, ni sombras, ni plantas, ni pájaros, ni bancos, para hablar de medio ambiente a un público sentado en sillas de plástico. Y lo llamaron parque. Con el nombre, no pintaba mal la cosa, pero alguien debió advertir a esta gente de que la tierra también bebe agua para mantenerse viva y llamarse parque. Si el abuelo viera una alfombra sobre la tierra y la abuela supiera que han mentado la mermelada casera para dar nombre a un desierto, se presentan aquí los dos.
Con este concepto de medio ambiente, no es de extrañar que cada vez se hable más de crear refugios climáticos. Espacios públicos diseñados para proteger a los ciudadanos en las olas de calor. Bibliotecas, centros cívicos, escuelas o auténticos parques, que garanticen un confort térmico, áreas de sombra y agua potable, pensados especialmente para ancianos, niños y personas vulnerables, cuando el calor suponga un riesgo, mientras en los parques que cumplían esa función, el césped paso a ser cemento y los árboles dejaron vacíos en el espacio. Vacíos que no dan sombra para que los niños merienden, dando tregua a los columpios, y los viejos maten la tarde dormitando en un banco. En qué momento los bancos de madera con respaldo pasaron a ser también cubos de cemento. Aunque todo puede empeorar, viendo esa especie de ataúdes negros que pretenden llamar bancos, colocados en Ponferrada, que hasta el propio alcalde describe como «estéticamente difíciles de digerir». Es tan delirante todo que hacen dudar a uno si actúan en serio o son parodias.
Solo alivia conocer a otra gente anónima, como los Amigos del Mocho, de León. Un grupo de voluntarios que nació de un encuentro entre Paco Romo y José Luis García, cuando ambos tropezaron a orillas del río Bernesga, recogiendo basura. Y ya, de ser dos, decidieron citar a la gente cada primer domingo de mes, en la bolera de San Marcos, provistos de bolsas, guantes y un espíritu cívico digno de ser mentado. Así nació un proyecto y un grupo de ciudadanos admirables que llevan diez años limpiando las orillas del Bernesga. A poquitos.
Cuando alguien quiera hablar de Medioambiente en serio, que pregunte por ellos.