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Melilla insospechada

08/12/2023
 Actualizado a 08/12/2023
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Cuando estudiaba la carrera, había un muchacho en el colegio mayor que tenía acento andaluz. Soy de Melilla, me decía. Y yo pensaba, qué lejos. Y él decía, el mar, las cestas de pescado que venden de casa en casa, el té moruno. Y yo pensaba, qué lejos. Con los años mi amigo volvió a Melilla, y cada año me llamaba, a ver cuándo vienes. Y cada año yo contestaba, iré, iré. Pero no iba. Este fin de semana, cuando ya ninguno de los dos somos muchachos, cuando el colegio mayor parece un sueño que se pierde en la bruma, fui a visitarlo. Y descubrí que los amigos que eliges en la universidad bien elegidos están, y descubrí una ciudad mediterránea e insospechada.

Melilla tiene la luz, las buganvillas, las playas, las terrazas con la cañita y la tapa –gratis–; las fortificaciones del siglo XV al XIX, con sus aljibes, puentes levadizos y cañones para defenderse de los piratas bereberes; y tiene sus avenidas pespunteadas de palmeras; y sus exquisitos edificios modernistas –más de quinientos–; y a ratos parece Barcelona, y a ratos Málaga, y a ratos Cádiz. Pero no es ni la una ni las otras. Sobre todo, porque está intacta, sin tocar por el turismo. Y sobre todo porque está en África. 

Mi amigo me habla de una infancia que me recuerda las historias de los Durrell en su Corfú mágico. Su familia y otras familias cercanas construyeron, varias generaciones atrás, una fila de cabañas de madera sobre una lengua de arena que entra en el mar. Muy básicas, no tenían luz y el agua la extraían de un pozo. En cuanto acababa el colegio se trasladaban allí. Los domingos la madre ordenaba, ¡ea, a pescar, hasta que no traigáis la pesca, yo no preparo la paella! Un día, a finales de los años 80, el gobierno marroquí llegó con bulldozers y tiró abajo las casas. Mi amigo me cuenta que las abuelas y tías de su mujer vivían en el poblado minero que había en las minas españolas del Rif. Que cuando venían a comprar a la ciudad les ponían un vagón extra de pasajeros en el tren de mercancías que traía el mineral al puerto de Melilla. Me habla de los bailes en el casino militar. Me enseña fotos antiguas de carromatos de caballos, de prósperas tiendas de judíos en las calles modernistas. Esa ciudad tan libre y hedonista no existe. Ahora está rodeada por la valla que vemos a menudo en los telediarios. Sin embargo, ahí sigue una Melilla luminosa, con calas de arena blanca y el aire limpio que viene de las montañas. Cuando regresamos a Madrid me llevo esa imagen en la retina: el agua turquesa desde lo alto de un acantilado, a un lado las Chafarinas, detrás el Rif, y a mi alrededor, la España más mediterránea. 

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