19/11/2023
 Actualizado a 19/11/2023
Guardar

Tía María Luisa, la Tata, tenía un estanco en el pueblo. Para un niño, aquello daba para muchas historias. De todas, recuerdo ahora los mecheros que había por allí, auténticas maravillas ante los ojos impresionables de cualquier rapaz con sus primeras vocaciones destructivas y pirómanas.

Llegué a ver algún chisquero de mecha, con su mecanismo tosco que me parecía imposible dominar. Abuelo Pepe conservaba uno con una rueda durísima que yo giraba y giraba sin apenas sacar más que un par de candelillas. Estaban también los de gasolina, con su algodón que había que empapar con aquellas latas con las que yo fabricaba lanzallamas en miniatura, a riesgo de jugar con la supervivencia de mis cejas o de los primeros pelillos del bigote. Me gustaba especialmente uno que reproducía el mecanismo de una cerilla: extraías un bastón metálico con un depósito para el líquido inflamable y frotabas su extremo contra un borde de pedernal. Me podía pasar los minutos mirando la llama hasta que ésta se extinguía.

Pero ninguno como la pistolita. Ésta había dejado de funcionar hacía tiempo y no era de las que sacaba la llama por la boca del cañón, sino por la corredera: apretabas el gatillo y, clac, se levantaba arriba una tapita por la que salía la llama. Solamente que ya no salía. Era como una Baby Browning de esas que guardan en el bolso las chicas de las películas de espías, pero todavía más reducida, pequeña incluso en las manos de un crío. Luego tenía en la empuñadura unos dibujos horterísimas del rey de diamantes de la baraja francesa, pero me daba igual. Me volvía loco.

En las horas muertas de la infancia me ponía a mirar por la ventana la carretera de circunvalación y esperaba que coincidiesen en el mismo punto dos coches con direcciones opuestas. Entonces, clac, disparo. Dos menos.

Un día, jugando en el patio de la casa de Conde de Toreno, se nos cayó por el agujero del sumidero. Lloros y disgustos máximos. Mucho debió ser el drama, porque el Pa ideó un dispositivo de rescate tras examinar el desagüe con una linterna y decir que aquello tenía un par de metros de profundidad. Con una caña de pescar vieja y unos imanes se tiró varias horas allí. Empezó después de comer y ya estaba oscureciendo, después de varias admoniciones maternas de que se rindiese y lo dejase, cuando emergió, plateada y minúscula. Un tesoro rescatado de una sima subterránea. Pienso en aquella felicidad corpórea, en el refugio de su materia. Ahora, que nada perdura, que todo se nos deshace. No digo ya en las manos, porque todo lo existente está tan vacío de consistencia, que ni lo podemos tocar.

 

Lo más leído