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Los pájaros de la duquesa

01/11/2019
 Actualizado a 01/11/2019
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Hoy me da por recordar muertos ilustres o grandes muertos o, más bien, una muerta que era Grande de España, la duquesa de Alba. En breve se cumplen cinco años de su fallecimiento y, además, se acaba de abrir al público su Palacio de Liria en Madrid. 

Visité el palacio cuando le hice una entrevista a Eugenia Martínez de Irujo. Una tarde de finales de invierno, crucé el jardín, mis pasos resonaban en la gravilla, no se veía un alma. En la puerta principal no había timbre. Esperé un rato allí de pie frente a la mole de piedra del edificio. ¿Qué hacer? De pronto apareció Eugenia y me preguntó si me apetecía echar un vistazo al palacio. Por supuesto. ¡Una visita privada! Ella entró, saludó a un mayordomo que surgió de entre las sombras, y ascendió con prisa por la escalinata central. Corrimos de un lado a otro, salones con Goyas y Tizianos en la planta noble, en la que los pequeños Alba tenían prohibido pisar por si rompían algo; y la planta de los niños, con su cuarto de juegos, su billar, y sus fotografías familiares, sobre todo de la duquesa Cayetana, en todas las edades, posturas y atuendos posibles. Eugenia iba encendiendo y apagando luces, porque todo se hallaba en penumbra, hablaba a toda velocidad con breves explicaciones y yo trotaba detrás con los ojos bien abiertos.

Pero lo que me fascinó no fueron las obras de arte ni la capilla ni la opulencia, no, fue el dormitorio de la duquesa de Alba –quien en ese momento se encontraba en su palacio de Sevilla–. Ese dormitorio rococó con su antecámara llena de pajareras con aves exóticas que piaban y chirriaban como si estuvieran en medio de la jungla. Cacatúas, periquitos, loros... Revuelo de plumas entre barrotes con minaretes y tejadillos dorados. Me pareció terriblemente excéntrico. Me pareció un delirio imposible, ¿cómo conciliar ahí el sueño? Me pareció también una estampa muy novelesca, y traté de imaginar cómo sería la mujer que había colocado esas jaulas en su dormitorio. Qué placer encontraría al pasar por delante de las jaulas, alborotando a sus habitantes, antes de irse a dormir. ¿Les hablaría, les daría de comer, los observaría o serían mera decoración extravagante? Todo eso pasó por mi cabeza. Y el resto del palacio, los salones regios, el cementerio de los perros de la duquesa, los establos, desapareció. Solo quedó el misterio de las jaulas doradas y de la mujer que se dormía entre ellas.
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