La claustrofobia es libre. Quizá si se votara en el Congreso de los Diputados PP y Vox estarían en contra y sólo reconocerían el derecho a padecerla dentro de unos cuantos años, pero de momento es libre. La pandemia, en sus vaivenes, ha ido jugando con nuestro concepto de claustrofobia. Primero fue la claustrofobia del hogar, para unos la gloria y para otros el peor de los infiernos, luego la claustrofobia del paseo programado, en manada, ensayo general para la inmunidad de rebaño, después la claustrofobia de no salirte de tu área sanitaria, la claustrofobia de tu término municipal, más tarde claustrofobia subida en la montaña rusa de escalar y desescalar... Otros sufrieron agorafobia al leer el BOE. A mí, personalmente, una de las cosas que mejor me han venido de todo esto es que puedo viajar solo en los ascensores. En León, donde siempre tendemos a complicarlo todo un poco más de la cuenta, los hay que sienten más claustrofobia ahora que estamos encerrados en Castilla y León que cuando el cierre perimetral se limitaba únicamente a la provincia. Matrioskas de la identidad.
A estas alturas, por bien que lo lleves, ya empieza uno a tener ganas de ver incluso a aquellos de los que no se ha acordado en todo este tiempo que resulta ganado y perdido a la vez. Ya estábamos todos buscando la definición de allegado, ya habíamos empezado a hacer un casting entre los amigos que nos quedan y, el jueves, el presidente de la Junta de Castilla y León dijo que, a la mesa, sólo la familia. Arden las pérdidas, pero unas más que otras. Así que en el paseo de matrimonios cogidos del brazo, antes de la Catedral a Santo Domingo por la rampa de la Calle Ancha y ahora flamantemente prolongado hasta la plaza de Guzmán, se producen los reencuentros. Una de las diferencias más características entre las ciudades grandes y las pequeñas es que aquí la gente camina mirándose a la cara, seguros de que algún conocido saldrá al paso. Ni la mascarilla te hace invisible. «¿Y en tu familia cuántos os juntáis? ¿Hacéis Erte o ERE como en la Casa Real?». Como por una pasarela, las parejas caminan a esa velocidad de no querer llegar a ninguna parte. Desde las terrazas, cansados de la frialdad de las redes pero con idéntica cobardía, los francotiradores más provincianos disparan su pus de envidia y aburrimiento contra todo el que, sin saberlo, se pone a tiro. Silban las balas de la inquina y despiertan risas entre sus similares. «Mira lo que ha engordado éste que viene... ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Qué bien te veo!». Jornadas de exaltación del complejo. La restricciones generan una claustrofobia social que algunos sufren sin llegar a enterarse.
El virus trajo de inmediato una crisis sanitaria, rápido una crisis económica, ventiló mucho las aulas y las oficinas pero, después de todo, nada se dice de la necesidad de que aquí corra un poco el aire: viajar, ese estado del espíritu en el que, dice Luis Mateo Diez, impera la capacidad de sorpresa. Se debería contemplar como un derecho y también como un deber, porque cura muchos de esos problemas que se nos hacen bola. Llevamos ya demasiado tiempo conduciendo por carreteras que conocemos de memoria y, al final, pierdes reflejos y cometes el error de confiarte. Salir del terruño también se convierte en una necesidad vital, ser completamente anónimo, estar completamente perdido, descubrir y tropezar, esa fugaz sensación de que, por un momento, todo resulta tan posible como imposible, conquistar paisajes, comprobar una vez más que el mundo, en contra de lo que repiten machaconamente los comentarios de la gente que pasea siempre por las mismas calles, no es precisamente un pañuelo. Da igual que vayas a otra ciudad en la que encuentres idénticas tiendas que en la tuya y que, a fin de cuentas, tengas siempre la sensación de estar paseando por un centro comercial de Amancio Ortega. No sólo es lo que aprendes al salir un poco de ti mismo, sino que en el placer de viajar se incluyen muchos placeres. Uno de los que menos se valoran, aunque paradójicamente sea el que primero que se planea, es el del regreso.
Este año que no podemos viajar, la única ventana que aquí se mantiene abierta para que corra un poco el aire es el regreso de los emigrados, pese a que el suyo sea, en la mayoría de los casos, un viaje sin retorno. Para bien y para mal, por suerte o por desgracia, se sienten de visita en su propia casa. Los que quedamos aquí tememos el momento en el que, irremediablemente, alguno de ellos te pregunta que qué tal, y no podemos evitar pensar en lo que seríamos si no nos hubiéramos dedicado durante décadas a exportar talento a cambio de nada. Me sigo avergonzando de quienes les negaron el regreso cuando empezó el confinamiento, sobre todo ahora que deberían ser los que vienen los que tuvieran miedo a contagiarse de nosotros. Cesare Pavese, gran poeta y gran provinciano, escribió en ‘La luna y las hogueras’ que «un pueblo nos quiere, aunque solo sea por irse, un país significa no estar solo, sabiendo que en las personas, en las plantas, en la tierra, hay algo tuyo, que incluso cuando no estás allí te está esperando».
Esta vez, sólo podemos descubrir los horizontes que nos traigan.

Los amigos que perdí
20/12/2020
Actualizado a
20/12/2020
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