dario-prieto.jpg

Libros de pueblo

31/03/2024
 Actualizado a 31/03/2024
Guardar

Visitar las casas del pueblo (en plural; la propia y las de otros) supone examinar bibliotecas. Pensar en la historia detrás de esas pequeñas acumulaciones de libros en estantes. Hay algunos que suelen repetirse con una frecuencia mayor de la esperada. Así, llama la atención la presencia de ‘La madre’, de Gorki, en ediciones diversas aquí y allá. Como si alguna editorial, acaso el Círculo de Lectores, se hubiese empeñado en distribuir ejemplares por puntos dispares de la geografía e insuflar con ardor revolucionario los hogares.

Es curioso, también, apreciar la combinación entre títulos de una misma colección, todos con sus lomos idénticos, y otros volúmenes entremezclados, hasta hacer frisos fascinantes. E imaginarse los diferentes aluviones o sustratos que terminaron componiendo la biblioteca. Tal vez un yerno se dejó caer un verano con la ‘Ilíada’ para matar el tedio, ojeó quince páginas, no pudo con ella y la depositó para siempre en la estantería. Las dedicatorias de las cubiertas dejan también interesante información sobre regalos bienintencionados, algunos acertados y otros no tanto.

Para muchos, esas librerías significaron la salvación en las tardes de antes de que llegase internet, incluso sin televisión. Muertos de aburrimiento, cogíamos al azar un mamotreto de esos y nos poníamos a pasar las hojas. Fue providencial encontrarme en casa del Abuelo Pepe con una recopilación de clásicos de la literatura universal con un tomo dedicado a ‘Ficciones’, de Borges. Había leído el cuento ‘La casa de Asterión’ al final de un manual de Lengua y Literatura de Don Fernando Lázaro Carreter; uno de esos capítulos a los que nunca se llegaba en la asignatura por falta de tiempo. Algo cambió para siempre en aquella mente adolescente al llegar al llegar al punto final. Eso hizo que, tiempo después, los ojos se detuviesen en un rótulo con letras doradas impreso en plástico imitación cuero. Entonces ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ terminó de joder la cabeza a aquel chaval impresionable con su monumentalidad y sus misterios, que dejaban en cosas de críos las historias de Tolkien que empezábamos a leer.

También estaba la erudición del viejito ciego argentino, que precisaba de una enciclopedia constantemente. Eran, hay que insistir, los tiempos previos a la «red de redes», y el único internet disponible allí era un diccionario enciclopédico de Calleja (sí, el de los cuentos) editado en 1901 y que alguien compró por 11 pesetas. Ésa es otra: enfrascarse en arqueologías de cómo era el mundo hace un siglo mediante las definiciones de conductas de moral reprobable (y que «reblandecían el cerebro») incluidas en el ‘amansaburros’. Una ventana a otros universos a través de aquellos anaqueles cansados por el tiempo.

Lo más leído