Es cierto que muchas de las reivindicaciones de León me han parecido históricamente justas, y que la construcción de esta autonomía, una de las más extensas de Europa, no puede decirse que nos haya llevado al mejor de los mundos. Castilla y León es de las autonomías que han sufrido mayor deterioro, no sólo por cuestiones económicas, sino, y sobre todo, por motivos demográficos. Pero me cansan profundamente las luchas localistas: no creo en la edificación de un territorio contra otro, sino al lado de otro, y tampoco creo en el lamento eterno, tantas veces justificado, desde luego, sino en lo que nosotros mismos seamos capaces de hacer. León se ha ido convirtiendo cada vez más en un territorio urbano, en detrimento de nuestro mundo rural (la ruralidad, que diría, con su profunda y divertida ironía, Fulgencio Fernández), pero ese fenómeno no es diferente al que ocurre en otros lugares. Las ciudades arrastran a la masa de los habitantes, por la multiplicidad de servicios, particularmente por la cercanía de una mejor atención sanitaria. Y eso no es extraño en una provincia aquejada (también como otras muchas) de un peligroso envejecimiento de su población. Asistimos a un despoblamiento rural que no se ha visto especialmente beneficiado por las políticas europeas, salvo, como diría Rajoy, en alguna cosa, asistimos a un desaprovechamiento de los recursos y las potencialidades del campo, a un abandono de la tierra. Siempre he dicho, y lo he compartido con mucha gente de Lugo, o de Ourense, que si abandonamos el campo a su suerte estamos perdidos. Hace falta poner en marcha una política agraria en serio, que tenga voz en Europa, que reivindique a los agricultores, que nos salve de las políticas que nos han llevado al predominio del baldío y del adil, como decíamos en los pueblos, que traiga de vuelta el amor por la tierra.
Pero ni siquiera el entorno urbano, tan favorecido frente al campo, puede cantar victoria. León podría ser un modelo de ciudad europea moderna. No entraré en las viejas disputas con respecto a otras ciudades de la contorna, ni en las diatribas habituales que sólo llevan a la inacción. Tenemos fama de desmotivarnos a nosotros mismos. De descalificar, negar, con una mirada escéptica, todo intento de cambio, y esa actitud creo que nos mata. Negarnos a nosotros mismos no conduce a nada. Lanzarnos contra otros en disputas localistas, incluso provincianas, tampoco. Lo que nosotros no hagamos, nadie lo hará por nosotros. El viejo discurso victimista, que arranca, y quizás no sin razón, de la construcción primigenia de esta autonomía, no nos va a llevar al futuro. El victimismo está enquistado, funciona como un bucle de la desesperanza, pero no aporta soluciones. León debe saber identificar su potencial, que es mucho, y no cejar en el empeño a la hora de convertirse en una ciudad europea de referencia. Fuera escepticismos, fuera derrotismo, fuera luchas localistas: nada de eso sirve para nada, salvo para acercarse cada vez más al infinito naufragio.
No se trata, tampoco, de poner en marcha el consabido orgullo doméstico, que asegura una y otra vez que nada es mejor que lo que conocemos, ni, por supuesto, hay lugar en el mundo comparable al nuestro. Es humano pensar de esa manera, pero es inútil. Hagamos que esto sea de verdad, no de boquilla. Olvidémonos de comparaciones, dejemos de lado las expresiones de desprecio, los vacuos escepticismos sobre nuestra propia capacidad. No se gana nada con el pesimismo. En realidad, creo que es nuestra propia negatividad la que nos carcome.
En los últimos años, la crisis ha azotado duramente esta provincia, tan olvidada en tantas cosas, y tan olvidada por nosotros mismos. La crisis ha azotado esta provincia y esta ciudad, como tantas otras. De nada sirve lamerse las heridas. Hemos perdido oportunidades. El carbón ha constituido, quizás, la mayor de las batallas colectivas, dejando derrotas y lágrimas en el camino, pero también un sentimiento de solidaridad social que nos construye como pueblo. No hemos sido ciudad de la cultura, no hemos logrado articular un mensaje claro de modernidad a pesar de los muchos artistas, escritores y poetas que aquí se mueven, o que han nacido aquí. Tenemos muchos mimbres, pero ese inveterado escepticismo ante nuestras propias capacidades, y, desde luego, ante las capacidades de los demás, nos destruye. ¡Qué extraña semilla de descrédito propio hemos sembrado, sin esperar a que la siembren los de fuera!
León podría ser una gran ciudad europea. Con su tamaño justo, con un trazado urbano, en general, muy consistente. La cuestión de los transportes ha sido en los últimos años otro de los caballos de batalla. Pero el transporte es hoy sinónimo de modernidad. Una ciudad que no apuesta por su aeropuerto, por la movilidad urbana, por el desplazamiento ecológico, está condenada a la marginalidad. Es cierto que las necesidades son muchas. Es cierto que vivimos tiempos duros, que la fragilidad de la economía ha obligado a reducir los gastos, a limitar las inversiones, a tener que elegir. Pero, si de verdad es cierto que se atisba cierto repunte, todo lo que hagamos por la mejora de los transportes me parece poco. La ubicación de León en el mapa es también excelente. No falta quien ve un gasto inútil en los trenes de alta velocidad (¡vayan a Francia!), o en el aumento de vuelos desde nuestro aeropuerto (particularmente por las subvenciones que las compañías exigen), pero son los trenes y los aviones los que nos podrán en el camino del desarrollo, en el camino de ser de verdad una moderna ciudad europea. Prioricemos la modernidad. No nos arrepentiremos. En muchos lugares existen los mismos debates en torno a los vuelos o los trenes. En Galicia, un caso que conozco bien, hace años que el aeropuerto de Lavacolla, en Compostela, lucha con el de Oporto por llevarse el mayor número de pasajeros. Hay que potenciar los enlaces, y, sobre todo, los enlaces internacionales. Porque nuestro turismo puede desarrollarse muchísimo más. Muchísimo más allá de dos o tres monumentos fundamentales: ¿cómo es posible que no seamos capaces de hacerlo? Hay que tener altura de miras. Si no, reduciremos nuestras vidas a un estúpido localismo, a ese orgullo casero, tan comprensible como inane. Tampoco me pareció descabellado en su día un pequeño metro ligero para nuestra ciudad, como el que hay en tantas ciudades europeas (y en alguna española). León tiene una estructura urbana perfecta para eso: alcanzar el campus con un tren ligero es prioritario, porque la Universidad es más que prioritaria. Pero nuestro tradicional desapego ante los cambios, el triste galope del escepticismo, nos destruye. Padecemos una extraña galbana histórica que tenemos que sacudirnos de una vez por todas. Porque el potencial es extraordinario. Y porque, en efecto, nadie lo hará por nosotros.

León y el reto de la modernidad
28/02/2016
Actualizado a
18/09/2019
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