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Las cosas del verano

21/06/2023
 Actualizado a 21/06/2023
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Ayer volví a Comillas, en la costa del Cantábrico. Pero en realidad, no fue ayer, sino hace bastantes años.

En aquel internado pasé los días felices de mi infancia hasta que ya muchacho, decidí dejarlo y dar otro rumbo a mi vida. Allí había tenido todo cuanto se necesitaba para una vida inquieta. Complejos laboratorios, un paraninfo venerable, una iglesia neogótica que nos recibía con la música de Bach. Vastas áreas deportivas y un campo del golf abandonado. Además, las aulas artesonadas, donde aprendí todo cuanto sé y poco más.

Fascinante era la cercanía del mar, que veía desde la ventana de mi cuarto. E inquietantes, las luces nocturnas sobre la negra superficie, donde descansaban los restos de un barco francés naufragado con una tripulación que se negó a abandonar la nave y ser rescatada. Cosas como éstas despertaban mi curiosidad y empecé a frecuentar la biblioteca, en busca de libros de aventuras.

La lluvia era una cortina que pasaba del interior hacia la costa. A través de ella contemplaba los verdes prados y arboledas, entre las cuales se perfilaba el Palacio del Marqués y en el extremo opuesto, el pequeño puerto y el cementerio, coronado por la estatua de un ángel, desplegando sus enormes alas de piedra. Así imaginaba yo el Ángel Exterminador.

Cierto verano, varios compañeros decidimos reunirnos en el internado donde tanto tiempo habíamos convivido. Sin pedir permiso a nadie, ocupamos nuestras antiguas habitaciones, pues aún perduraba la sensación de que nos pertenecían. El primer día, salí con uno de mis amigos y aunque nada había cambiado, descubrimos una nueva visión de la localidad. Visita obligada, al Bar Noceda. La afable patrona nos había contado la historia de un seminarista que se había enamorado de una lugareña. Una hermosa mujer, de origen humilde y analfabeta. Ella le leía las cartas que el cura enviaba y a su vez, redactaba las respuestas. ¿Que cómo acabó la historia? Creo que no debo contarlo.

En el bar solíamos charlar con las dos niñas de la patrona y llegamos a cierto grado de amistad infantil. Cuando en aquella ocasión volvimos a vernos, el trato con aquellas mujeres jóvenes fue más fluido. Todos los días íbamos a la playa de Oyambre, la más apartada, y jugábamos como niños, pero siempre acabábamos enlazados. Aquellas gotas, deslizándose por su piel bajo el sol abrasador despertaban en mí deseos y fantasías. Por la tarde solíamos ir a tomar algo en un bar, que no fuera el de su madre y al caer la noche, a la discoteca Bangla Desh, donde algún beso, alguna caricia y tal descubrían una fracción de amor.

Cierto día, cuando íbamos de retirada, nos topamos con los chicos del pueblo, que reivindicaban ‘la propiedad’ de sus chicas. Lo que pudo ser una reyerta acabó en unas promesas formales. Por un lado, eran amigas de la infancia que se habían encontrado por casualidad. Vosotros –les dijimos– sois afortunados porque podéis estar con la que queráis y la que os quiera, todos los días. En cambio, nosotros dentro de siete nos vamos y desapareceremos como un sueño olvidado. Además –añadimos– que no había pasado ‘nada’, ni iba a pasar. Lo cual les tranquilizó.

Llegó el día de partir. En una mañana agridulce, nos dimos los besos de cortesía y cada cual se dirigió al encuentro de la vida real. Entre el equipaje viajaban los recuerdos y un montón de promesas de verano.

Respecto al pacto con los chicos de Comillas, estoy seguro de que los primeros puntos se cumplieron fielmente. Pero, en cuanto al último, no estoy en condiciones de asegurarlo.

¡Felices vacaciones!
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