Estaba, un día de estos, viendo un vídeo de Arguiñano en Youtube dónde preparaba unas carrilleras de gochín que te daban ganas de comer en plan Inteligencia Artificial, con pantalla y todo. Como el cocinero, un crac, lo mires como lo mires, habla más que un sacamuelas, le dio tiempo a preguntarse, mientras se hacía la salsa, que había pasado en este país, llamado España, para que hubiese subido exponencialmente el consumo de carne, pasando de unos míseros siete kilos por persona en los años setenta del pasado siglo, hasta una cantidad abominable en la actualidad.
Achacaba el cocinero un motivo fundamental: lo mismo que ha subido el consumo de carne, ha bajado, también exponencialmente, el consumo de legumbres, igual de ricas en proteínas, pero más laboriosas de hacer que un filete. El caso es que los hombres y mujeres que hoy tienen más de ochenta años (y en España son legión), sobrevivían a base de garbanzos, lentejas, alubias y habas, acompañadas, todo lo más, con un trozo de tocino, algo de chorizo y un poco de carne de cerdo, el que mataban, en el caso de viviesen en un pueblo, ellas mismas y que debía de durar todo el año, con lo que era menester hacer economías en su uso.
Además, hasta antes de ayer, en términos históricos, los españoles de entonces no sabían que eran las hamburguesas, las pizzas y toda la cantidad enorme de productos precocinados con los que hoy subsisten la mayoría de nuestros jóvenes, olvidándose (seguramente por falta de tiempo o de organización), de lo gratificante que es encender la lumbre, coger una cazuela, mezclar cebolla, ajo, pimiento, tomate y unas lentejas, dejarlo cocer y zampártelo junto a un cacho de pan. La gran diferencia, según Lévy-Strauss, el Dios de la antropología del siglo XX, entre los animales y los humanos, es que nosotros, los sapiens, sabemos cocinar y ellos no. Si lo miras de un modo imparcial, no dejándote llevar por los prejuicios, el gabacho tenía toda la razón del mundo.
La razón esencial de que a nuestros antepasados ancestrales les creciese el cerebro de una manera tan exagerada y a los otros animales no, fue, sin duda, que ellos cocinaban los alimentos y podían extraer de ellos todo su potencial proteico. Uno no está en contra, no penséis lo contrario, de que los españoles comamos más carne que nuestros padres y abuelos.
Lo que digo es que debemos cocinarla nosotros mismos; y, por supuesto, sin dejar de lado los ‘súper alimentos’ que antes mencioné y que, por desgracia, hacemos. Olvidaros, de una buena vez, de la soja, de la chía, de la quinoa y revindiquemos a nuestros garbanzos, ¡por dios!, que, aunque nos hagan tirar pedos a gogo, son el mejor manjar que ha dado España al mundo: ni paellas, ni tortillas, ni hostias en vinagre: ¡garbanzos! El cocido, el plato nacional español sin lugar a duda, aunque se llame de cien formas distintas, fue el sustento, el comodín que unió a los leoneses, a los madrileños, a los catalanes, a los andaluces y a los manchegos a lo largo de los siglos.
Proviene, este maravilloso invento, de los judíos sefardíes, que lo cocinaban toda la noche de viernes para que estuviese listo el día sagrado de su religión, el ‘shabat’, el sábado, en el que tenían prohibido cualquier trabajo, incluso cocinar, que implicase actividad física. Lo jodido es que ellos echaban carnero en vez de cerdo, algo que, sin duda, restaba fundamento al asunto. Lo molar de esto este rollo que os estoy contando es que España, merced al abuso de los platos precocinados y al consumo primordial de la carne, se está convirtiendo (como todo el mundo occidental, por otra parte), es un país de gordos, con todo lo que ello implica: mala salud y propensión extrema a padecer cientos de enfermedades que a nuestros padres y abuelos no les sonaban siquiera. Estamos dejando a un lado a la dieta mediterránea, tan mentada y tan poco seguida, por culpa de los yanquis, de los alemanes y de la madre que los parió a todos, que nos influyen mucho más de lo que pensamos: desde el pensamiento político, pasando por la cultura de masas, hasta la cocina, el último reducto que nos quedaba para diferenciarnos de esta caterva de globalistas, que todo lo joden, que todo lo infectan con sus estupideces existenciales.
Salud y anarquía.