17/09/2023
 Actualizado a 17/09/2023
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Ahora hay Google Maps Street View y puedes explorar el mundo entero sin salir de casa. Pero aquella vez mis padres no me dejaron ir al viaje de fin de curso de tercero de BUP. No hubo manera. Decían que no se fiaban de mí, que no era lo suficientemente responsable, que la iba a liar… Tenían razón, sí, pero fue tal la vergüenza de tener que explicarlo que me inventé alguna mierda ante mis compañeros de clase y fui a despedirles con un pañuelo al autobús. Se abrían tres días sin colegio ante mí, sin nadie con quien hacer nada. Así que me decidí a conocer León.

Era la época en que casi llegamos a los 150.000 habitantes, justo antes del salvaje declive demográfico en el que aún seguimos. Aún siendo una ciudad mediana, había zonas que jamás habían hollado mis playeras, por lo que pensé que en vez de lamentarme de la falta de permisividad de mis progenitores, podría aprovechar la ocasión, ideal para explorar: mañanas entre semana, ningún rostro conocido que me preguntase qué hacía por allí –como en ‘I’m waiting for the man’, de la Velvet–, tampoco obligaciones escolares…

Miré un plano municipal, impreso en una guía telefónica. Salvo Armunia y alguna zona periférica, lo tenía todo bastante controlado. Todo, menos San Mamés. Nunca se me había perdido nada por allí, por lo que resolví invertir el tiempo vacío en batir el terreno. Recuerdo ahora aquellos días de caminata, viendo a los paisanos tomando el sol, recorriendo de manera exhaustiva calles por las que nunca volví a pasar, cruzando las vías del tren o recorriéndolas en paralelo… Más tarde, de mayor, me tocó volver a alguna otra, para cubrir una historia, pero nada que ver con aquella sensación de ‘flâneur’, como dicen los gabachos, por unos lugares que me resultaban familiares y extraños al mismo tiempo. Mientras mis coetáneos se dedicaban a actividades lúbricas y estupefacientes, yo me maravillaba por el alero de un tejado o una iglesia del desarrollismo.

Siempre hay algo que hacer. Algún recado, alguna cita, una obligación autoimpuesta. Incluso en los paseos nos fijamos un objetivo, ir a este lugar o quemar estas calorías determinadas. Frente a eso, el sentimiento de libertad que proporciona vagar sin rumbo es comparable a pocas cosas en esta vida. Es el motivo por el que pagamos miles de euros por meternos en un avión e irnos a Nueva York, Tokio o París. Pero no hace falta tanto: aquí mismo, al lado, hay alguna calle que no veremos nunca, como la pila de libros del poema de Borges. Una esquina sucia y llena de meadas de perro en la que convergen todas las esquinas y las vidas de un planeta.

 

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