06/12/2022
 Actualizado a 06/12/2022
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Esta vulgar expresión, además de lo explícito de la misma para mí, ahondando en los recuerdos, tiene otra acepción que se me antoja recurrente y simpática. Estando uno de los días en que iba a ver a mi madre cuando contaba con una cierta edad y que, al verme agradecía sobremanera, me decía, siéntate, qué prisa tienes, hijo. Mi madre Honorina era una mujer de buen carácter y temple, además de contar con una buena memoria, amiga de contar los muchos recuerdos que a lo largo de una vida, desde su niñez en el pueblo hasta su asentamiento en León en su nueva etapa de esposa y madre que, después de pasar por Madrid, ella fue atesorando. Siempre parece que los que más huella dejan son los de los orígenes de uno. Estábamos los dos sentados en su casa, ella contemplando el patio desde su humilde butaca que le hacia más llevadera la soledad y yo contándole como me iba la vida. Me decía muchas veces, al escuchar referirme al pasado, alabando la buena memoria tenía, que ella me alimentaba contándome cosas de cuando estaba en el pueblo (Cerulleda) y la mandaron a guardar vacas a otra localidad cercana, como de cuando de recién casada, y en los primeros años de mi vida, pasó un largo periodo de su vida en Madrid, pero lo que más me gustaba era escuchar cosas que contaba del citado pueblo y sus protagonistas. En este caso se trataba de una tía lejana pero, a decir de mi madre, con un gran sentido del humor y fuerte carácter en tiempos en los que no había otra forma de pasar el tiempo, que no fuera atender la casa, el ganado o, en los ratos de asueto contar cosas, a la luz del candil o el carburo, ya que la luz eléctrica tardó muchos años en volver. Pero como siempre hemos venido diciendo, no sé qué tienen la tierra y los recuerdos, que siguen siendo el centro de los inolvidables recuerdos aquello vivido o escuchado. Se decía entonces que se criticaba mucho en los pueblos, pero yo me pregunto, y me contesto, qué otra cosa podían hacer si casi nunca pasaba nada y lo que pasaba se magnificaba. Tampoco la radio se podía escuchar. Estaban, me contaba, varias mozas con la citada tía pasando una tarde en su compañía expectantes ante lo que la citada tía les contaba. Era mujer mayor a decir de mi madre, aunque por entonces ser mayor no era como ahora, ni mucho menos, cuando les relataba, con una cierta intimidad, que no se encontraba nada bien y que los pocos sobrinos que tenía no le hacían ni puñetero caso como no fuera para pedirle alguna perra (peseta) de vez en cuando. Como consecuencia de tal conducta, y al no tener otra familia, nos decía que le daban ganas de gastar el dinero que tenía, por el ahorro de toda una vida llena de carencias, en encargar que gastaran todo en cristales y que se los pusieran en los pies del colchón de la cama para, cuando ‘estirara la pata’, con la fuerza de la patada rompiera todos y los potenciales herederos se quedaran con las ganas. En definitiva, aunque no había estudiado más que las cuatro reglas, pensaba aplicar la reciprocidad que la ley del talión imponía, aunque ella no lo supiera. Ya casi no quedan habitantes en los pueblos que puedan actuar como notarios de lo que en esos sitios ocurrió y que, salvo raras excepciones, poca gente se acordará de lo que aquello supuso para una España que, saliendo de una guerra civil entre hermanos, trataba de sobrevivir con lo poco que tenían y con la compañía del médico, el cura y la guardia civil (que entonces vivían allí) para completar la partida de cartas, como único divertimento.
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