16/07/2023
 Actualizado a 16/07/2023
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Anda Padre algo fastidiado de la pierna y esto le ha quitado parte de esa imponencia que gastó siempre, todo el día andando deprisa-deprisa, de un lado a otro. Un profesor de los Carmelitas nos dijo que sabríamos que somos adultos cuando le pudiésemos decir a nuestro padre: «Eso no es así». Yo añadiría lo de superarle en estatura. El momento en que pierde la capacidad de intimidación física que nos fascina (y nos atemoriza por igual) cuando somos niños.

Debía tener yo seis o siete años. En aquel pueblo que ya no existe estábamos jugando al ‘esconderite’. Todas las buenas guaridas estaban ya quemadísimas, pensaba apoyado en el coche mientras mi primo contaba hasta 20. Todas, menos el propio coche. El Pa siempre nos había dicho que ni tocarlo, pero yo abrí una puerta y me agazapé a los pies del asiento de atrás. Recuerdo las voces de los otros rapaces preguntando por mí, buscándome desesperadísimos y yo descojonado. Entonces, bum, la puerta del conductor que se abre, unas llaves que tintinean y el motor que arranca.

Me quedé paralizado. Tendría que haber dicho entonces: «Eh, que estoy aquí». Pero sólo pude levantar la mirada para ver la cabeza paterna con el gorro de pescar. Efectivamente, aquella era una de sus excursiones a por truchas, que solían terminar la mayoría las veces con un número de capturas entre 0 y 1 unidades de peces. A medida que pasaba el tiempo y mi padre conducía se me iba haciendo más complicado revelar mi presencia. Pensaba en la bronca, en por qué no dije nada al arrancar, en la advertencia de no acercarse al vehículo…
Fue curioso, porque en ese momento la intimidación pasó a intimidad. Ahí estaba yo, con la soledad del Pa, mirándole de refilón y registrando todo aquello. Un poco como cuando se me queda encendida la grabadora durante 15 horas y más tarde me escucho hablar conmigo mientras conduzco, cagarme en alguna circunstancia o resoplar.

Finalmente, nos detuvimos y llegamos al coto de pesca, otro lugar que tampoco existe. Sacó el hombre la caña del maletero, sin advertir mi presencia y se puso las botas ésas que llegan a los sobacos. Iba a meterse en el agua cuando levanté la cabeza y, haciendo acopio de valor, salí del automóvil y me presenté. Tengo grabado todavía el respingo que pegó. Entonces llegaron las explicaciones. Y el miedo: yo era muy buenín y nunca había cometido una travesura así. Pero el Pa me dijo que la Ma estaría preocupada, nos metimos otra vez en el coche y volvimos al punto de partida. Yo, que pensaba que tendría que abandonar mi hogar y convertirme en un niño mendigo, y al final no pasó nada.
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