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Dos espinas de la corona de Cristo

16/03/2016
 Actualizado a 16/09/2019
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La iglesia de Nuestra Señora del Mercado, bastión y refugio de la fe mariana en la capital leonesa, custodia entre sus bóvedas y signos empíricos de épocas pasadas uno de los vestigios más respetados por la cristiandad. Las dos espinas de la corona de Cristo que allí, como un tesoro, vela, cuida y mima el párroco del templo, el muy querido y cercano Enrique García Centeno, otorgan a la parroquia de la, también así denominada, Virgen de León, una importancia católica de altos vuelos, si de esta manera tan gráfica, y la vez tan elocuente, puede describirse esta irrepetible casa de María.

Las dos espinas, recibidas en un relicario santo, en un viril de plata dorada en concreto, forman parte del rico patrimonio espiritual del devocional templo legionense, incardinado, como un milagro vertical y plácido por su esbelta torre, en pleno Camino de Santiago, a continuación –intramuros– de las calles Puerta Moneda y Herreros, una y otra con un amplísimo y destacado recuerdo de monederos e impetuosas fraguas.

El año de la llegada a León de la doble reliquia se data en 1173 –hay documentos que señalan una antigüedad de la iglesia del Mercado, como mínimo, de 1092– y, la verdad, no se puede alegar que esté muy extendido, que se conozca por los leoneses, que las espinas –cumplidos varios capítulos de su historia– puedan adorarse una vez al año en la parroquial leonesa el Domingo de Pasión, anterior al de Ramos. Es decir, hoy. La exposición y veneración a los fieles se produce, habitualmente, al término de las varias misas que se ofician en el mariano y entrañable santuario, que con motivo del ‘solemne novenario que en recuerdo de los Dolores de la Santísima Virgen’ tiene lugar desde tiempo inmemorial.

¿Y cómo llegaron a León las espinas del crucificado? En la vida –la mayoría de las ocasiones– todo tiene un porqué. Una cosa lleva a otra y eso fue lo que ocurrió en este especialísimo y gratificante caso. Reina en León Fernando II (1157-1188) y viaja a la ciudad por mandato de Roma, del Papa Alejandro III (1159-1181), el brillante cardenal Jacinto –que llegaría a ocupar la silla de San Pedro con el nombre De Celestino III (1191-1198)– con motivo de la exhumación de los restos de tres de los hijos de San Marcelo y Santa Nonia. Exactamente, Claudio, Lupercio y Victorico.

Los cuerpos, una vez abandonada la tierra, serían trasladados al altar mayor de la iglesia del monasterio de San Claudio, cenobio benedictino que se asentaba en el actual barrio de igual nombre, en terrenos aledaños a la hoy rotulada calle Marqueses de San Isidro. Fue el más antiguo de León «y acaso de España», según un códice inédito del siglo XVII, que refiere la historia de la mítica y desaparecida construcción religiosa.

Sea como fuere, el cardenal Jacinto venía con un encargo concreto del Vaticano. Su visita a la residencia monástica de San Benito respondía a un deseo preconcebido de la Santa Sede, garante irrefutable de la expansión de la Iglesia Católica por el mundo. Era deseo del Papa, por lo tanto, trasladar desde León hasta la Ciudad Eterna la cabeza de Victorico. Sin embargo, el embajador eclesiástico acudía con una oferta extraordinaria para equilibrar los deseos papales. «En contraprestación, dejaría en la ciudad, a modo de legado, las dos famosas y sagradas espinas».

La lógica humana tiende siempre a la sospecha. Y en mayor medida cuando de reliquias o hechos milagrosos se trata. Y eso debió ocurrir durante un tiempo con la autenticidad de las espinas provenientes de la corona de Jesús de Nazaret, pues bien cierto es que la incredulidad, por naturaleza, resulta manifiesta en las gentes de toda condición, máxime, como es el caso, por tratarse de algo difícil de asimilar. ¿Era tan importante León y su Corte como para garantizar un legado de esta categoría? Rotundamente sí, lo era.

Para borrar los dimes y diretes, el enorme escepticismo de la época y venideras, el historiador Fray Antonio de Yepes dejó escrito que «aunque es buen argumento de ser reliquias ciertas al venir de tal mano (la Iglesia de Roma), lo que aconteció en este convento (el monasterio de San Claudio) fue que llevándolas el sacristán una vez al monumento de Jueves Santo dudó si eran verdaderas, y fue Nuestro Señor servido de que saliese de ellas mucha sangre, que fue menester recoger en unos algodones y se ve aún en dichas espinas».

Pasan los siglos y las espinas continúan en poder de los hijos de San Benito hasta 1835, año en que se dicta en España la exclaustración y el monasterio queda reducido a un simple e inoperante edificio. Los religiosos no saben qué hacer con la herencia del crucificado por lo que uno de ellos, fray Pedro Cid, encargado de las tareas de la sacristía, coge la espinas, las envuelve en un paño de lino, las protege debajo del hábito y pone rumbo hacia el convento de las Agustinas Recoletas, levantado por entonces en la calle de El Cid, sobre los terrenos que ocupa, ahora, el jardín romántico que admira el busto dedicado al sobresaliente músico desaparecido Ángel Barja.

Una vez allí, Fray Pedro se entrevista con la madre abadesa y le explica la razón de su encuentro. La monja, muy azarada, no sabe qué decir ni qué hacer pero tratándose de un legado de tan extraordinaria factura, admite recogerlo como si de un mandato divino se tratara. Le tiemblan las manos cuando el fraile, al final, le entrega las espinas. Es demasiada la responsabilidad y no sabe dónde depositarlas, en dónde dejarlas a buen recaudo. Como primera providencia y de manera cautelosa, las entierra en la frágil tierra de la huerta conventual «por temor a que se extraviaran». Semanas más tarde confiesa el secreto al capellán del convento, Fray Manuel de Carranza, también de la orden benedictina.

Un año después, en 1836, el propio capellán –con el permiso de la abadesa– las desentierra y se las hace llegar a un leonés de nombre José Montes. Este, que debía ser hombre de probadas virtudes y muy conocido en la ciudad por su permanente integridad y generosidad pública, las mantiene en su poder durante un largo tiempo hasta que, al final, se presenta en el Obispado y se las entrega al prelado de la Diócesis, por entonces Joaquín Barbajero y Villar, pastor número 118 en la relación del episcopologio leonés, cuya toma de posesión tuvo lugar el 18 de enero de 1848. Se acredita, por ello, que Montes las retuvo –se supone que en su domicilio– algo más de una decena de años.

Barbajero ordena que se tramite un expediente de autenticidad de las reliquias, y una vez resuelto y confirmada su legitimidad dicta que se remitan, para su definitiva custodia y veneración, al sacerdote Francisco Fernández, a la sazón párroco de Nuestra Señora del Mercado. Fernández recibiría junto a los vestigios una carta de Fray Manuel Carranza, fechada en 1856, donde se recoge «que las dos espinas que entregué a don José Montes, mi amigo confidencial, son las mismas que se han venerado en la iglesia conventual de San Claudio de nuestra ciudad». A partir de entonces, y como un alegato de la propia parroquia del Mercado para con sus feligreses –mediados del siglo XIX– las espinas se adoran, como ya se ha dicho, el Domingo de Pasión, en la varias veces centenaria iglesia de la calle Herreros. León, por este motivo, es, en fin, uno de los lugares privilegiados de la cristiandad.

Hay que señalar, no obstante, que son varias las espinas que reciben veneración en diferentes templos españoles. En El Escorial se hallan once, y en el Santuario de Montserrat otras dos. El mayor número de ellas se encuentra en Roma, repartidas entre las iglesias de San Marcos y Santa Práxedes, mientras que en el Vaticano sólo se conservan dos.

Lo curioso del acontecido es que la corona, sin una sola de las espinas, se halla en la Santa Capilla de París, monumento católico que se levantó en sólo seis años por mandato del rey San Luis IVX de Francia. El propósito del monarca galo fue que en su interior se recogieran las «reliquias de la Pasión, especialmente la corona de Cristo». Pero, queda dicho, sin espinas.
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