Llevamos semana y pico con un tiempo canicular en pleno mayo..., lo que, por supuesto, no es ni medio normal. Será el puto cambio climático, que todo lo revuelve, o las bombas que se lanzan los unos y los otros sin ningún denuedo...; ¡vaya uno a saber! Si parece claro, aún para el más bizco, que llevamos un año extraño en lo metereológico, puesto que ha llovido a lo tonto, como nunca desde los tiempos del diluvio, o desde que Aureliano Buendía descubrió, gracias a los gitanos itinerantes, el milagro de los imanes. El caso es que León, a poco que mires a tu alrededor, se ha convertido en lo más parecido a Suiza que os podáis imaginar. El ejemplo más esclarecedor de esta afirmación es la Sobarriba. A estas alturas de un año normal, en esta comarca, pegada a la capital, tanto en lo físico como en lo emocional (sobre todo en lo emocional), estarían ganando terreno los tonos ocres, incluso amarillentos. Este fin de semana, que la recorrí de este a oeste y viceversa, todo era verde, de un verde intenso y maravilloso, talmente como deben de estar los valles alpinos helvéticos. Sabido es, no obstante, que cuando llega el ‘Ferro agosto’, cuando la calor todo lo adormece y deseas con toda tu alma que llegue el Pilar para que todo vuelva a la normalidad, las únicas zonas de la provincia que conservan el color verde intenso, casi escandaloso o esmeralda, son las de las riberas de los grandes ríos patrios: la del Sil, la del Burbia, la del Órbigo, la del Curueño, la del Porma y la del Esla: todo el resto de la provincia es un secarral, incluyendo a las montañas, que da miedo verlas de lo míseras que están. Lo del tiempo atmosférico, como tantas otras cosas en este valle de lágrimas, está mediatizado por el entorno: por los políticos, las tertulias del café de la mañana, los refranes, el ‘Zaragozano’, las televisiones o todas las tonterías que se ponen en la Red. Cada uno cuanta la feria según le va en ella, y los que tienen memoria de pez, esos que no se acuerdan ni el día que viven, hacen caso a los agoreros, a los voceros del apocalipsis o al tonto del pueblo, que no se sabe que es peor.
Siempre, en esta tierra dura, algo ingrata, pero de la que enamoras al minuto diez de vivir en ella, ha habido inviernos que hielan hasta las ideas y veranos que te fríen el cerebro hasta dejarlo casi inservible; primaveras de ensueño y otoños como no encontrarás en cualquier otro lugar del ancho mundo. Aquí, ¡gracias a Dios!, no nos pasa como en Madrid, en Barcelona o en Sevilla. Aquí, en el verano, la noche te acoge en su santo seno con mano de ángel y te deja dormir de un tirón o casi. Es más, en el pueblecito desde dónde escribo estas líneas, es menester tener una manta siempre dispuesta a los pies de la cama, por si acaso. Es lo mismo que sucede con el chiste, de sobra conocido, el que te preguntan cómo conoces a uno de León en una playa nudista: sencillísimo, es el que lleva una rebeca debajo del brazo, que nunca se sabe... El caso es que muchos de mis conocidos con guita a mansalva han decidido que este verano no bajarán al sur ni al levante; que disfrutarán sus días de asueto en el norte. Todo, ¡claro!, tiene sus inconvenientes: lo mismo que han pensado ellos, lo han hecho miles de madrileños, y los precios de los hoteles o de los pisos de alquiler en Galicia, en Asturias o en Cantabria, se han puesto por las nubes. Uno, cuando tenía posibles, siempre veraneó en estos sitios, sobre todo en Cantabria, un paraíso. Nunca se le ocurrió ir al sur en verano, y eso que es un enamorado confeso y proselitista de cualquier rincón de Andalucía. Que se asen de calor los nativos, que están acostumbrados... No hay nada nuevo bajo el sol...: hasta los años sesenta del pasado siglo, los pudientes, los madrileños y los mesetarios que se lo podían permitir, veraneaban en San Sebastián, en Zarauz, en Santander, en Salinas o en Sangenjo; no hay más que ver las mansiones que, aún hoy, puedes ver en todos estos pueblos y ciudades y que te dejan sin habla. Ni dios iba a Marbella o a Benidorm, ciudades que crecieron gracias al desarrollismo franquista y a la invasión de los nórdicos, ávidos de sol y de precios baratos. También queda la opción que se ha dado en León toda la vida: veranear en casa de tus viejos, en el pueblo, que conlleva atracar su despensa, construida en el invierno, a base de un gocho, media vaca o una ternera. Los gastos, por tanto, son mínimos, y se hace realidad aquella máxima que el Trapiello dejó para la posteridad: «Las tres ‘pes’: pipas, paseo y pá casa». Pedro siempre fue un visionario, y nadie mejor que uno de esa calaña maravillosa para definir este asunto que nos ocupa...
Salud y anarquía.