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Aquí vivía yo

27/08/2023
 Actualizado a 27/08/2023
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Viví cuatro años en la calle Conde de Toreno. Es una vía corta de El Ejido que entonces me parecía, lógicamente, enorme. A la izquierda comenzaba el camino que llevaba al Parque de la Granja, después de pasar unos prados y una fábrica de quesos que siempre olía a mil demonios. La casa de enfrente tenía en lo alto una ventana redonda, de ojo de buey, que se veía desde la terraza que daba al salón. Si te asomabas, veías también las casitas bajas (todavía queda una) habitadas por señoras que criaban gallinas y que se reunían en la oscuridad de la planta baja a pasar la tarde a la fresca.

En el otro extremo, la calle desembocaba en la parroquia de Jesús Divino Obrero, con sus murales graves de Vela Zanetti. En esa dirección había una panadería donde mi madre dislocó sin querer el hombro a mi hermana al cogerle la mano. También un bar lleno de humo donde entré una vez a comprar una cajetilla de Ducados a mi tío Esteban. Por esa zona los edificios tenían una plataforma aterrazada para los pisos de la primera planta. Bajo ella estaba la Cooperativa del Perpetuo Socorro, que fue el primer supermercado que conocí. Cuando acompañábamos a la Mama a hacer la compra, las cajeras nos daban unos caramelos diminutos de nata envueltos en papel. Y con las botellas o bolsas (aún quedaba para que llegasen los tetra-brick) de leche El Castillo venían pegatinas de estrellas que brillaban en la oscuridad, y cromos de castillos del mundo. Durante aquel tiempo, en casa se decía «voy a la cooperativa» cada vez que algún mayor salía a comprar.

Al final del todo, haciendo esquina con Batalla de Clavijo, estaba el bazar juguetería de los Robles. Siempre me quedaba mirando el escaparate, entre los azulejos bicolor (ocre y marrón) que todavía siguen ahí, y babeaba ante los muñecos de He-Man y los Transformers expuestos. Ninguno de estos comercios existe ya; sí que sobrevive una academia de peluquería en un pequeño pasaje que conecta con Pedro de Cebrián.

Mi abuelo Pepe, cuando todavía conservaba algo de vista, me dijo un día que le acompañase, que me tenía que enseñar algo. Salimos de casa, doblamos la esquina y me llevó hasta un muro de adobe. Me contó la elaboración con barro y paja, y me dijo que apreciase la perfección y rectitud con que estaba hecho. Había muchos más así por allí, aunque ahora sólo queda un tramo diminuto.
Me gusta encontrarme con esas pequeñas supervivencias.

La gente pensará qué hace ese colgado mirando una pared cochambrosa o un local abandonado. No saben que, en realidad, son las puertas de una máquina del tiempo.

 

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