Los juegos judiciales: Episodio 5

Quinta entrega de los relatos futuristas del escritor Daniel Casado

Daniel Casado
04/08/2021
 Actualizado a 08/09/2021
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La mañana había despuntado sin lujosas exhibiciones por parte de nuestro astro por excelencia. Con hastío, me despierto y recuerdo ciertos aspectos de una experiencia onírica que creo haber vivido. Sin excepción, las jaquecas han vuelto para hacer acto de presencia y me veo en la obligación de compartir mi visión con el resto de mis compañeros. No consigo hurgar en mi memoria lo suficiente como para acordarme del momento exacto en el que conocí a las personas que hoy me acompañan en nuestro viaje a lo largo de la historia y el tiempo. Un pequeño grupo de cuatro, Vicra, Brandon, Alice y yo, Ernest Ambrose nos dedicamos, con cierta maña, a resolver los deshilachados misterios a lo largo de la Historia del ser humano.

— ¿No habéis soñado hoy que…? —acerté a preguntar.
— Sí, Ernest —dijo mi buen amigo Brandon, que ya rondaba la cuarta decena de edad—. Hoy ha sido una noche muy tormentosa.
— Quizás anoche ocurrió algo de especial interés —apunté.
—Lo bueno es que hoy nos hemos despertado en el Núcleo Central y nos permitirá descansar —interrumpió Vicra—. No importa todo lo que ocurrió o dejó de ocurrir. Lo único que debemos tener en cuenta es que estamos vivos y que nuestra próxima misión requerirá un gran aporte de energía. He comprobado los taquiones y aún tenemos varias horas para disfrutar de este maravilloso día.
— ¿Los taquiones? —pregunté asombrado—. ¿Qué son los taquiones?
Antes de que Vicra se dedicase a explicarme de nuevo el funcionamiento de las partículas subatómicas, Brandon se acercó a mí y me rodeó con su brazo, empujándonos a ambos a través del largo pasillo, pudiendo observar las maravillosas vistas de las que disfrutamos durante el paseo.
—Yo me encargo esta vez, Vicra —dijo Brandon, refiriéndose a aquella hipótesis que siempre afirmaba mi notoria ingenuidad en relación a los taquiones.

Sin prisa, Brandon me acompañó durante el recorrido a lo largo del Núcleo Central. Al principio me encontré, valga la redundancia, perdido. Nunca me había adentrado tanto en el Núcleo Central y ello me abrió las puertas de una nueva dimensión que tengo que agradecer a mi humilde camarada.

Durante más de una hora, Brandon me explicó pormenorizadamente todos los misterios de los taquiones y su funcionamiento en el transcurso de las ficciones en las que participábamos todos los días.

—Pero —pregunté en una de las ocasiones—, ¿por qué no podemos viajar al futuro?
—Es muy sencillo poder calcular la cantidad de taquiones que se necesitan para curvar el tiempo hasta aparecer en un lugar en el que ya han acontecido diferentes actos. Nuestra intención no es cambiar la Historia, sino observarla. Somos meros chismeadores que buscan información sobre todo lo que ha ocurrido y conocer todos aquellos detalles de los que no tenemos constancia. Déjame, para que lo entiendas, contarte una leyenda.
—De acuerdo —respondí agradecido.
—A lo largo de siglos y siglos, la especie humana ha intentado viajar de un lugar a otro. Desde que los primates adquirieron conciencia, hemos mudado de lugares y nos hemos convertido en nómadas. Siempre en busca de un nuevo hogar. La Tierra, nuestro planeta original, se convirtió en el lugar perfecto para poder expandir nuestro conocimiento y, lo que quizás algunos pueden malinterpretar como enfermedad. Porque sí, Ambrose, muchos creen que la expansión humana es algo que hay que exterminar. Pero nosotros somos fuertes, rudos y no será fácil acabar con los humanos.

No entendía la razón de sus palabras. Notaba ciertas miradas de complicidad seguidas de reproche cuando él creía que no le veía. Sentía que se quería ganar mi confianza, pero una delgada línea le separaba de mí, un límite que él no estaba dispuesto a cruzar.

— ¿Quién querría acabar con su propia especie? —le imperé.
—No lo sé, quizás alguien que odie a todo hombre y mujer sobre el planeta y crea que sobran —de nuevo esa mirada—. Pero olvidemos eso —dijo para seguir con su narración—. El caso es que el hombre creció, evolucionó y poco a poco fue asentándose en lugares, sin olvidar su verdadera misión en la vida: la conquista. Fueron descubriendo nuevos lugares del planeta y devastándolo con las fuerzas de las que disponían. El transcurso de la línea temporal seguía inalterable, hasta que el territorio terrestre quedó obsoleto. Entonces comenzaron las Odiseas Estelares.
— ¿Las Odiseas Estelares? —repetí como un infante frente a una clase en su OrdenadorColegio.
—Sí. El planeta había sido conquistado por El Padre en su totalidad y ya no quedaba rincón alguno sin dueño. Las Odiseas Estelares conformaron el proyecto más ambicioso de la humanidad. Hacerse con el control de los demás planetas del sistema solar.
No recordaba haber estudiado ninguno de los datos que Brandon me disparaba sin pausa. Me sentí como un analfabeto al que deben enseñar cómo funciona el mundo una y otra vez. Las piernas empezaban a sentir el peso de mi cuerpo después de horas caminando por el Núcleo Central. Habíamos dado la vuelta en varias ocasiones al módulo espacial, pero hasta ese instante, no habíamos cogido el camino de la derecha, que nos llevaba casi al exterior. En esta ocasión, Brandon decidió que esa sería la localización perfecta para terminar de contarme su historia.
—El problema nació de la ignorancia de los humanos. Éramos idiotas —se carcajeó—. Creíamos que seríamos lo suficientemente inteligentes como para abandonar la Tierra en pequeños habitáculos de acero. No, Ambrose, éramos niños pequeños queriendo pilotar aviones de combate. Gracias a El Padre, nos dimos cuenta a tiempo. Las expediciones tripuladas al espacio se perdieron para siempre y, desgraciadamente, también lo hicieron las personas que en ellas viajaban. Pero eso nos sirvió para saber que no estábamos listos para crecer de esa manera.

>>Durante las siguientes décadas, los más prestigiosos doctores se dedicaron a investigar el porqué de este fracaso y dieron con una fórmula que revolucionó la forma de pensar. Descubrieron los taquiones y, con ellos, la forma de viajar atrás en el tiempo. La ecuación era muy sencilla: volver, gracias a una nave que viajase a una velocidad más alta que la de la luz, trescientos mil kilómetros por segundo, a los lugares en los que ya ocurrieron ciertos acontecimientos. Solo había un problema, ¿cómo iban a crear esa máquina tan veloz si no habían sido capaces de enviar a un hombre al espacio?

>>Como todo, eso se fue solucionando con el tiempo. Pasaron los siglos y la gente de la Tierra tuvo presente que, para aprender a gestionar el futuro, primero debíamos conocer la totalidad de lo ocurrido en el pasado. Por esa razón, abandonaron la idea de las Odiseas Estelares y se centraron en viajar al pasado para saber más de nuestros antepasados. Gracias a diferentes pesquisas, descubrieron que los taquiones afectaban a unos humanos sí y a otros no. Aquí aparecemos nosotros. Una especie mejorada de MetaHumanos que no entienden de leyes físicas. No nos afectan los taquiones del pasado. Pero los del futuro, eso es harina de otro costal.

Brandon se puso serio. Nos estábamos acercando al gran ventanal desde el que se podía ver el noventa por ciento del Núcleo Central.

— ¿No soportaríamos los taquiones producidos en el futuro?
—Eso es lo mejor, querido amigo. No hay taquiones en el futuro —me sorprendí instantáneamente—. No hay nada en el futuro. No hay átomos, no hay moléculas, no hay nada, porque aún no existe —en ese preciso momento, comenzó a relatar una de las teorías más profundas que jamás había escuchado aunque, probablemente, ya hubiera sido testigo de ella en varias ocasiones, y mi cerebro me impidiera recordarlas—. Todo se crea en este instante, y en este, y en este… Nada de lo que hay a siete segundos vista ha sido creado de la nada, todo lleva su sucesión de acontecimientos y aquello que nos rodea siempre se ha generado antes. Somos el producto de la evolución de productos anteriores. No podemos viajar al futuro porque nada de lo que vemos existe aún. Seguramente hayas escuchado hablar del gato de Schrodinguer, ese gato al que envenenas e introduces en una caja y, hasta que no miras en su interior, no podrás saber si está vivo o muerto. Esto es lo mismo. Infinitas elecciones son las que se colocan entre nuestras manos, millones de multiversos que han nacido en una milésima de segundo. Un cúmulo de decisiones que tienen que converger en un solo punto para que ese futuro pueda ser real. Eso, sería como encontrar un grano de arena concreto entre trillones de planetas llenos de desiertos.

—Por eso nunca podremos viajar al futuro —investigué mentalmente—. Porque aún no existe.

Habíamos llegado.

—Exacto. No podemos conocer lo que nos espera el futuro, pero sí todo lo que nos ha ofrecido el pasado. Siempre me gusta decir que no me importa hacia donde vayamos, ya que solo me hace falta saber de dónde venimos. Y este es el mundo en el que vivimos.
Coloqué mi mano en la gran cristalera, para sentirme más cerca aún de lo que jamás he estado en mi vida de algo tan importante. Al otro lado de la transparente pieza de sílice, una imponente amalgama espacial rotaba sin descanso para ofrecernos una gravedad eterna. Sin dejar de moverse en ningún momento, el Núcleo Central formaba parte del firmamento espacial. La estructura del Núcleo Central se parecía a la de una gigantesca rueda de bicicleta, como la que los niños y niñas utilizaban para desplazarse de un lugar a otro durante el verano. La circunferencia se extendía a lo largo de más de quinientos kilómetros y, aunque dese aquel punto de podía observar casi la totalidad de la estación, sabía que no habíamos recorrido ni un diez por ciento de su longitud las últimas horas de paseo.

—Es magnífico —resalté—. Es heroico.
—Es una definición muy cercana a lo que el Núcleo Central representa para la vida en la Tierra. Si antes observábamos al Coloso de Rodas o al David de Miguel Ángel y esgrimíamos una mueca de admiración hacia ellos. Es ahora cuando podemos mirar al cielo y llamar al Núcleo Central la gran maravilla de la ciencia moderna.

>>Después de cientos de años, El Padre consiguió reunir al equipo perfecto, a nosotros cuatro para luchar contra la ignorancia en el mundo. Para que El Padre sea el ser más perfecto y convierta al ser humano en su discípulo, tenemos que desvelar las incógnitas de nuestro mundo. Por eso estás aquí, Ernest, para que contribuyas a desvelar ciertos enigmas.

Palabras de hielo sobrevolaron mi cabeza. Sentí que me mareaba y una nauseabunda expectoración vagó por mi cuerpo hasta casi hacerme vomitar. No era la primera vez que poseía ese horrible sentimiento, pero sabía que este había sido un punto de inflexión en la carrera espacial y en la continuidad de los Caminantes del Tiempo.

A mi mente llegaron imágenes de un hombre que no era yo. Un cuerpo extraño que empuñaba un arma blanca para hacer daño a un número excesivamente alto de personas inocentes. Quiero hacer hincapié en este detalle. Ese hombre no era yo. Nunca mataría a nadie que no se lo mereciera. Nadie que no presentase una amenaza o que quisiera atentar contra mi vida o contra la de mis allegados. Pensé que era el momento perfecto para verbalizar una de las preguntas que siempre había querido hacerle a Brandon.

— ¿Por qué nos despertamos sin recuerdos? Sé quién soy y cómo he llegado hasta aquí. Sé que somos un equipo de cuatro personas llamados los VagaMundos o los Caminantes del Tiempo, sé que formamos una pequeña familia y que tanto Alice y Vicra, como tú y yo podemos confiar los unos en los otros. Sé que resolvemos los crímenes que nos encomienda El Padre pero no recuerdo qué hicimos ayer. No recuerdo la vida de quién salvamos ni a qué asesino detuvimos.
—Ernest —interrumpió mi agonía—. Tranquilo. Somos piedras en el camino del Tiempo y estas son las secuelas de ser inmunes al paso del mismo. Cada vez que descubrimos uno de los secretos que la Historia ha mantenido oculto somos sometidos a una severa eliminación de los nuevos recuerdos creados.
—Pero —quise aprender más—, ¿de qué le vale a El Padre enviarnos a conocer esos enigmas si, una vez los hemos averiguado, perdemos aquello que hemos aprendido?
—Porque El Padre es más listo de lo que cualquiera de nosotros podemos creer –me mantuve alerta ante las siguientes palabras que estaba a punto de emitir Brandon—. El Padre sabía todo esto de antemano, Ernest. Sabía que perderíamos nuestros idílicos recuerdos del trabajo bien hecho. Por esa razón, nos implantó cámaras en las pupilas del ojo —mi cuerpo mpezó a temblar. No sabía por qué, pero dudaba si, en alguna de las misiones, había sido atraído por el lado oscuro de mi personalidad y había cometido alguna atrocidad—. Son diminutas lentillas que se nos fueron colocadas antes de zarpar en el Núcleo Central. Ellas monitorizan los movimientos de los cuatro y, de esta manera, El Padre y los científicos del Co-Bierno conocen todo lo que nos ha ocurrido.

En ese preciso instante, la gran bola de fuego alojada en el centro de la circunferencia que formaba el Núcleo Central cobró vida. Los taquiones estaban preparados para ser utilizados en el próximo viaje en el tiempo. Solo Alice y Vicra, las ubiqué vigilando la evolución de la recarga de taquiones en la sala de control, sabrían decirnos a qué nuevo destino nos dirigiríamos a continuación.

Dejamos atrás la gran cristalera y dijimos adiós, al menos durante aquel día, a la maravillosa visión de la eternidad hecha artefacto. Mientras caminábamos de vuelta a la sala, deduje que mi comportamiento durante otras expediciones había dejado mucho que desear. Las visiones de un pasado remoto en el que asesinaba a mis compañeros habían flotado en mi interior en multitud de ocasiones sin que mi cerebro permitiese que esas imágenes se implantasen el tiempo suficiente como para tenerlas en cuenta en un estado de plenitud sensorial. Por ello, decidí que, independientemente del lugar al que viajáramos, intentaría no acabar con la vida de nadie, por muy difícil que ello me pareciese.
No crea el lector que esto es una disculpa por las atrocidades cometidas. A decir verdad, no soy capaz de recordar nada de lo ocurrido, pero pienso que, sabiendo que El Padre de la Nación nos vigila las veinticuatro horas del día, sería una mal decisión permitir que observasen cómo termino con alguno de mis compañeros. Tanto en cuanto conociendo la existencia de las todopoderosas lentillas.
scuché voces que asocié inmediatamente a mis dos amigas y camaradas. Aunque desgranando lo que decían y atendiendo a la inquietante expresión de Brandon, deduje que él no las estaba escuchando y que, por lo tanto, estaban solamente en mi cabeza.

—Ha sido necesario —decía una de ellas—. Los verdadvidentes necesitan un respiro y creo que él también.
—Sí —esta vez respondió una figura masculina, aunque ni Brandon ni yo movimos labio alguno—. Esta clase de episodios son necesarios para hacerle creer todo lo que ve.

"Qué estaba escuchando?", pensé.

Antes de que me diera tiempo a dilucidar si aquello era real o no, sentí, ahora sí, la llamada de Alice, a la que aún no había visto.

— ¡Vamos! Ya estamos listas para la misión.
Comprobé que no había extraños en la sala de control y deseché los nítidos pensamientos para centrarme en colocarme el Traje Judicial y atender a las explicaciones de Vicra.
— ¿A dónde vamos? —pregunté mientras me vestía.
—Esta vez es diferente, Ambrose —dijo Vicra—. ¿Conoces a la familia Medici, de Florencia?
—Por supuesto —mentí.
— ¿Y a Leonardo Da Vinci? ¿Y a Miguel Ángel?
—Estoy familiarizado con sus obras —afirmé muy serio.
— ¿Qué pensarías si te dijera que varios de los asesinatos contra la familia más importante de Florencia durante el Renacimiento Italiano están relacionados con una rivalidad que nace entre Da Vinci y Miguel Ángel?
—Pensaría que, después de lo que he visto hoy. Todo me parece posible.
—Entonces vamos a hacer realidad tus sueños más improbables —dijo riendo Alice.

Caminando, despacio, y con la conciencia tranquila, nos encaminamos hasta el pasillo que conectaba el Núcleo Central con la gran esfera de fuego que nos llevaría directos a la Florencia del siglo XVI.

Mis tres compañeros y yo jamás habíamos estado tan unidos y, sin embargo, sentía la ardua necesidad de torturarlos y golpearlos hasta que me contasen la verdad sobre todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Porque, aunque en ocasiones, la realidad pueda superar a la ficción…
Mi vida no era más que una infinita ficción.

Fin de la quinta transmisión.

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