
Como antropólogo perspicaz, había ido percibiendo y anotando la introducción entre las gentes de su país de una costumbre importada de América: el hacerse con una mascota de compañía, sobre todo de la especie de los perros, con sus infinitas razas.
Tal costumbre, que se extendió como los hongos, llegó a modificar no solo el aire de las ciudades, impregnado de un hedor a orines y defecaciones perrunas, sino que incluso alteró el ámbito de los afectos, de tal modo que se llegaba a querer más al perro que a los propios hijos. Aunque es verdad que estos últimos, en un país como aquel con una de las tasas de natalidad más bajas del mundo, ya escaseaban tanto, que la población canina crecía al mismo ritmo en que decrecía la humana.
A lo largo de los años, tras la introducción de aquella costumbre de los animales de compañía, importada de América, su éxito llegaría a ser tan rotundo, que se respiraba y sentía por doquier una extraordinaria simbiosis entre el ser humano y el perro. De antiguo, se conocía aquel dicho desolador de “cuando más conozco al hombre, más amo a mi perro”. Pero ahora, con aquella deriva, adquiría una dimensión preocupante. Los amores caninos se sobreponían, aunque no los eliminaran, a los odios entre humanos, con sus consecuencias siempre trágicas de violencias y de guerras.
Sabidole tenía apilados sobre su mesa de trabajo, en la estancia que daba al balcón de la plaza, informes, estudios, bibliografías y otros materiales de todo tipo sobre aquella costumbre de los animales de compañía y su deriva, así como de su rotundo éxito entre las gentes de su país.
Había ido observando cómo, debido a ello, en apenas unos lustros, se estaba produciendo, de modo imperceptible y sin que apenas nadie lo advirtiese, un nuevo fenómeno, que suponía toda una involución: se iba reduciendo la longevidad de los seres humanos y –cual si de una reducción de cráneo se tratara, como practicaran ciertas tribus primitivas– se adaptaba, poco a poco, a la esperanza de vida propia de la especie de los perros, que, como es bien sabido, es bastante menor.
De ello, de aquella adaptación y reducción cronológica de lo humano a lo perruno, Sabidole llegaba a albergar algunos temores, que, en silencio y para sí mismo, se iba formulando con algunos interrogantes: ¿y si el ser humano terminaba perdiendo su especial anatomía –exaltada en el arte tanto clásico como moderno– y su modo de estar erguido en el mundo, y terminaba adquiriendo la más elemental del perro y su desplazamiento a cuatro patas?; ¿y si el ser humano terminaba perdiendo su conciencia y su capacidad de discurrir y razonar, y se convertía en una mera criatura instintiva, mediante un retroceso impensable hacia su mera animalidad?; ¿y si nuestra especia perdiera su conciencia, su espíritu crítico, su creatividad… y nos redujeran a todos a ser meramente la voz de su amo?
Y se le ocurrió, en vista de aquella observación de la reducción cronológica de la vida humana, para adaptarse a la de los perros, así como de aquellos temores que se formulara en sus interrogantes más íntimos, que, a lo mejor, se estaba gestando una nueva especie regresiva, a la que iba a ser reducido el hombre, debido a aquella simbiosis. Y le surgió, como un chispazo verbal, un término para denominarla: la especie de los perrombres.
De niño, había escuchado Sabidole a los ancianos de su lugar natal un dicho en el que se enumeraban los años que vivían distintas especies de seres vivos animales, que aparecía rematado y coronado por el ser más longevo: el hombre.
Recordaba perfectamente tal formulilla rimada, que decía lo siguiente:
Tres años vive el milano,
tres milanos vive el perro,
tres perros vive el caballo
y tres caballos el dueño.
Aquel acortamiento de la vida humana –y Sabidole recortaba y ordenaba metódicamente esquelas de continuo, que iba analizando y cotejando, como un argumento o prueba más del surgimiento y aparición de la nueva especie de los perrombres– se reflejaba día a día en los periódicos. Las gentes de su país ya no morían –como era lo habitual– a los setenta, ochenta, noventa o cien años. Las esquelas funerarias recogían cifras que, bien pensado, eran alarmantes: cuarenta, treinta y siete, veinticinco, dieciséis… u otros años por el estilo.
El antiguo tiempo arquetípico de cada vida humana iba siendo devorado por aquella estupidez de la especie de mimar a las mascotas perrunas y maltratar a los semejantes, en la misma proporción, algo que estaba dando lugar a los perrombres.
Pero a nadie parecía importarle nada aquello, en aquel atardecer primaveral en que hasta el olfato de Sabidole –en su estancia, con las puertas del balcón abiertas– llegaba el aroma de la cola con que acababan de ser pegados los últimos carteles publicitarios en las vallas de la plaza; así como el hedor de los excrementos y orines perrunos.
Puedes oír algunos de los cuentos ‘Cronófagos’ (Marciano Sonoro Ediciones) leídos por sus autores aquí: CRONÓFAGOS.