Punto de fuga o las escaleras de Renueva

Por Javier Carrasco

03/06/2020
 Actualizado a 03/06/2020
| MAURICIO PEÑA
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En menos de cien metros coinciden dos muestras de dos concepciones distintas, lo sagrado y lo profano, representadas en un mismo y prosaico elemento: unas escaleras. Por una parte la escalinata con cierto aire barroco gracias a las balaustradas, que desde la calle Padre Isla asciende hasta las puertas de la iglesia de Renueva. Son veintisiete peldaños los que debe salvar el fiel para entrar en la iglesia, una pequeña contribución si se tiene en cuenta la recompensa que se espera alcanzar. Apenas medio minuto para un joven y una eternidad para un anciano. Mientras realizamos ese ejercicio mecánico, nuestros pensamientos vuelan quizá libres, ajenos al ambiente que nos envolverá tan pronto como crucemos la puerta del templo. No anticipamos aunque tampoco vivamos el instante con la coordinación precisa de ajustar nuestros actos a nuestros pensamientos, en una lógica mecanicista más propia de la Figura que desciende una escalera de Duchamp: la continuidad de una imagen en movimiento en el espacio, su elongación infinita. Ideas peregrinas, tareas olvidadas, o una nada complaciente es lo que suele acompañarnos en esa actividad de subir o bajar unas escaleras, de probar nuestra coordinación de movimientos, que nos conducen a un espacio concebido para la trascendencia, la evasión mística, la oración o simplemente curiosear como unos turistas ociosos.

Dejando atrás la iglesia, apenas cruzada la calle Álvaro López Núñez, se ofrece ante nuestra vista una angosta escalera, de peldaños pronunciados, con un pasamanos vulgar. En un intento de volver la cotidianeidad más soportable, más llevadera, los treintaicinco peldaños que nos dejaran, si nos decidimos a subirlos, en la calle José María Vicente López, han sido pintados con vivos colores y en ellos se han inscrito frases que se supone ayudan a pensar, a reflexionar. Pensamientos anónimos que esconden una filosofía manejable de la vida. Un pensamiento, una píldora de sabiduría por cada día, quizá sea suficiente hasta agotarlos todos y empezar a repasarlos de nuevo para acompasar nuestra mente y nuestros actos. Aquí en esta escalera, si lo pronunciado de ella nos lo permite, intentaríamos trascender a un plano distinto al de la escalinata de la iglesia. Subimos y al hacerlo realizamos un intento vano de escapar a las ideas propias rumiando las ideas de otros, atados, sin embargo, a la nada de nuestra alienación de paseantes, repitiendo siempre los mismos gestos, una rutina equivalente, en fin, a la del fiel en sus oraciones y genuflexiones. Rituales que nos condenan a una creciente despersonalización.

Deberíamos flotar como los personajes de Chagall sobre una realidad metamorfoseada desde la que se nos ofrezcan nuevas perspectivas, retos diferentes a los de salvar una diferencia de alturas con prontitud de autómatas, de piezas de un juego en el que solo nos toca arrastrarnos por las casillas una y otra vez hasta que una instancia ajena, un dios desconocido o un urbanista sin soluciones, decide darlo por finalizado, llevándonos de nuevo a la salida. Debemos encontrar el ansiado punto de fuga de la rutina.
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