Lo que se espera del pasado es que se mantenga quieto, que nada cambie en los recuerdos y que ellos no cambien nada del presente. Es el Rastro, respecto a él, un agente inquietante, una mezcla de fábrica y templo del que surgen objetos viejos como recién nacidos, resucitados de su muerte. En él se obra el milagro de devolver lo desechado a la vida de las ciudades, en él aparece lo viejo como nuevo con la emoción de lo original: lo que estaba a punto de desaparecer como lo que nace, retando en duelo a la verdad del paso del tiempo.
Ha dado a luz el Rastro hace unos días un libro con cincuenta poemas y unas cuantas ilustraciones en blanco y negro de acuarela o tinta china. La sobrecubierta es de papel color rosa desvaído. El ejemplar que yo tengo en las manos tiene un agujero de polilla desde la página ciento veintiuno que va ensanchándose hasta salir por la contraportada y un montón de páginas en blanco intercaladas, a veces dos seguidas, no se sabe si por la impericia o el descuido de gráficas Lancia de la calle de Cadórniga donde se imprimieron o por deseo de dar un respiro en la lectura.
Los amigos del Rastro me dicen que estos versos, arrojados al mundo en 1960 con el título de ‘Junto al Río Ancho’ y firmados en su portada por un enigmático acrónimo, PIDIPÁ, son obra de aquella librovejera que algunos ciudadanos motejaron ‘la Judía’. La tienda que tenía de ejemplares usados era de los sitios más pintorescos que se pudieron ver, un espacio que más que un rincón de la ciudad era un sobrante, el ángulo entre dos edificios de las calles Varillas, Cardiles y de la Paloma que daba escasos diez metros cuadrados en forma de triángulo. La poca luz de una bombilla desnuda y un amontonamiento de libros polvorientos era su amueblamiento, que hacía de ese punto lo más parecido a un agujero en el tiempo.
Hasta la mitad del libro hay una melancolía luminosa de descubrimiento juvenil, pero luego estalla un desamor. Pasa la autora de sentir tristeza por un árbol, un peral que «escucha el lento / murmullo de la fuente», a afirmar que «buceando al revés / de la corriente / sin orilla, / mi vida se fue». Dos reseñistas de aquel año tuvieron la delicadeza de publicar algo en la prensa diaria sobre el libro, ambos le afearon el bonito PIDIPÁ, seguramente porque no eran partidarios del creacionismo. El bueno de González de Lama, al menos, es comprensivo con los versos que los dos califican como ingenuos. Ella declaró, en una entrevista de 1975, que no sabía lo que era tener un hijo pero que haber publicado ese libro había sido la emoción más intensa de su vida.
Qué injustos somos con todo el mundo, sólo permitimos tener sentimientos a algunos poetas muy buenos con finales trágicos, como si compensásemos su desgracia con el reconocimiento después de muertos. Pero el pasado, en venganza, no se está quieto. Ahora nos llega la noticia —al menos a este lector—, a través del templo que fabrica cosas viejas recién nacidas, el Rastro, de que aquella mujer anclada amargamente en aquel cementerio de libros de la angosta tienda, Pilar Díez Pacho, «la Judía», fue PIDIPÁ, la poeta.