Los rostros de Alix son tristes. Detrás de ese primer impacto que los sitúa en el polo de la intensidad está la pena. Es una pena inconcreta, familiar, anticipada y pandémica. Si «la movida» que retrató fue en colores por qué él la sacó en blanco y negro, y si fue, como dicen, una fiesta por qué mostró sólo la resaca. Si recortásemos todas las figuras de sus fotos nos quedaría un buen repertorio de fondos con paisajes urbanos e interiores desoladores: las traseras de un circo, las bodegas de un ferry, paredes agrietadas, tarimas rajadas, habitaciones con fotos clavadas con chinchetas, la persiana metálica de una ferretería, tapias azotadas, asfaltos rotos, cemento y más cemento, cielos de nubes raspadas. Y luego sus camas deshechas, las almohadas reventadas y los cuartos de pensiones. Y todo en una profunda soledad. Hasta los perros y hasta una nube, solitarios.

En su autorretrato más conocido se ve esto perfectamente. La imagen de un hombre a punto de romperse, frágil pero cubierto por una cartografía superficial de hombre duro. Tatuajes. Sobre el corazón un dragón de nariz anillada y ojos sin párpados saliendo de una vegetación que le llena el brazo izquierdo entero y hasta una cadena en la muñeca. Los puños cerrados con fuerza. Un escueto vestido de mujer con tirantes y el pelo de tormenta pero a punto del llanto, con la mirada clavada en el objetivo de la cámara, en el espectador, como esperando que alguien, al otro lado, le salve la vida.
Alix ha hecho de esa falsificación un mundo, un teatro fotográfico de automitificación que ha encontrado plaza dentro de la iconografía colectiva de la mano de ese periodismo cultural que no sabe más que poner etiquetas, pero él va más allá, a lo más terrible que hay en cada fotografía, esa constante que Barthes llamó: "El retorno de lo muerto". El "memento mori" que veía en todas Susan Sontag. Uno no sabe cuanto puede haber en la popularidad de este fotógrafo de tipismo, de pintoresquismo en la recepción de sus imágenes y, por disparatado que parezca, le viene a la mente Julio Romero de Torres, que pintaba con muy poco color mujeres bellísimas intensamente tristes. A Romero de Torres se le tenía por un crápula y un juerguista y, al parecer, también era melancólico e introvertido. Posiblemente en ambos casos erróneamente se haya tomado el motivo por el tema, no siendo este los amigos de Alix o las mujeres morenas sino la tristeza.
Cuando la tristeza se hace sistémica aparece la melancolía, un estado general en el que ya no se trata sólo de añorar el pasado que se va sino que el futuro también se vuelve borroso, un pasado anticipado, algo de lo que no se podrá disfrutar. Esa melancolía de la que ya hablara Aristóteles y que empobrece todos los tiempos y que hoy llamamos depresión. Sus últimas fotos desenfocadas, sus cielos con redes de ramas y cables, todo lo contrario a un mundo nítido, a un desnudo demasiado explícito, a una cara y unos ojos tan directos, son, seguramente, materialización de esta.
Él mismo en algún lugar nos dice: "La foto llega porque todo lo que miro me hace pensar en que no es eterno". Lo entendamos y lo hemos sentido innumerables veces pero por qué no hacer como Séneca que, cuando reparó en que donde ponía la vista veía señales de su vejez, recordó a aquel rey sirio moribundo que, en lugar de dejarse abatir, celebraba con banquetes su propio funeral en los que sus amigos brindaban alegres al son de instrumentos: "Ha vivido".