"León se encamina hacia el perfecto desastre"

‘La belleza del caminar’ es la nueva publicación del fiscal, escritor y dibujante leonés, Avelino Fierro, que se enmarca dentro de la colección ‘De la belleza’ de la editorial Eolas

19/08/2023
 Actualizado a 19/08/2023
Avelino Fierro acaba de publicar ‘La belleza del caminar’ en la editorial leonesa Eolas. | L.N.C.
Avelino Fierro acaba de publicar ‘La belleza del caminar’ en la editorial leonesa Eolas. | L.N.C.

Escritor, conversador, fiscal, dibujante: es difícil definir a Avelino Fierro, que vuelve ahora a las librerías con un precioso libro, ‘La belleza del caminar’, publicado dentro de la colección con la que la editorial Eolas pretende acercarse desde diversos puntos de vista a la belleza.  
 
– Su último libro se enmarca en una ambiciosa serie que trata de acercarse a la definición de belleza. En este caso, ¿la belleza está en el caminar o en lo que se ve al caminar?   
– El deambular comprende el acto físico del pasear, del moverse por un lugar –en mi caso en territorios con pocas coordenadas, un ‘terrain vague’–, más o menos atento a lo que uno va viendo o escuchando, y la posible posterior reflexión sobre lo observado. Pero lo hago sin ninguna pretensión deportiva o cardiosaludable. Y la belleza te puede sorprender en algunos momentos: un cielo intenso, la silueta de otro caminante, la brisa que hace susurrar las hojas de unos árboles.  

 – Decía Juan José Millás que antes de ponerse a escribir necesita pasear, y en concreto que necesita pasear un buen rato, al menos hasta que, media hora después de empezar, su cuerpo empieza a segregar dopamina y a él le empiezan a llegar ideas a la cabeza. ¿Le pasa a usted un poco lo mismo?  
– Hay una tradición que viene de los románticos, para los que el pensar se asociaba bastante al caminar. Un escritor del XVIII, William Hazlitt, que conocía a los poetas de aquel tiempo, cuenta que a Coleridge le agradaba componer sus versos mientras paseaba por terrenos accidentados o bosques enmarañados y a Wordsworth por caminos rectos y sin interrupciones.  En esto, el que más claro parecía tenerlo era J. J. Rousseau, que decía que su mente sólo funcionaba con sus piernas. O Nietzsche, que gustaba de darse grandes caminatas y luego escribir. A mí no me pasa, la verdad. Yo camino y no lo hago pensando que luego escribiré mejor. Como mucho, anoto alguna frase en la servilleta de un bar.   

 – ¿Entiende usted el caminar como un ejercicio de soledad? 
 – Sí. Caminar para mí no es algo analítico, sino improvisado. Y en esto estoy de acuerdo con autores como los que he citado o con Stevenson, que decía que las caminatas hay que emprenderlas en soledad. Y la gente que ha escrito sobre ello tiene siempre ese fondo del silencio. Uno camina para suspender las obligaciones, desconectar, casi olvidarse de uno mismo. Y eso, en compañía, funciona mal.   
 
– Escribir es también un ejercicio de soledad. ¿Escribe mientras camina? 
 – No, no, ya digo que no paso de cuatro notas pidiendo recado de escribir en un bar, que es donde suelen acabar mis paseos. Nunca seguí el consejo de mi amigo Nicolás Miñambres, que me decía lo necesaria que era para mí la libreta de escritor. Ni siquiera pienso demasiado mientras camino. Voy buscando más el aura de los lugares con cierta autenticidad o singularidad. Ya me gustaría «pensar la escritura» al caminar, como hacía Claudio Rodríguez, uno de mis poetas preferidos.  
 
– Este libro se dedica íntegramente a ‘La belleza del caminar’ pero los paseos son muy frecuentes en el resto de sus diarios y libros, ¿cree que el caminar es una parte sustancial de su obra, una de las características más presentes de su literatura? 
– Julio Llamazares, que puso prólogo al cuarto volumen de mis diarios, así lo piensa. Dice que me parezco en eso –ahí es nada– a Kafka o Joyce, que hicieron de su ciudad el principal personaje de su escritura y a ellos mismos sus protagonistas. Me llama también flâneur, a lo Walter Benjamin. Sí, me siento más como él, complacido en cierta soledad aunque esté a veces inmerso en la multitud. Vagabundo y observador, dice Julio. Y aunque los trayectos se repitan a veces, me conformo con describir luego –si lo llevo al papel– los cambios de atmósfera o de la luz. Aunque otras veces, como decía un escritor francés, el flâneur puede componer una novela entera con sólo encontrarse en el ómnibus con una damisela que se cayó del cielo.  
 
– Lo suyo son paseos urbanos, a menudo sin rumbo, a menudo por los arrabales de esta ciudad, pero es usted también un gran amante de la montaña. ¿Cambian mucho las reflexiones del que pasea por el monte de quien pasea por la ciudad?
– En el libro, en los paseos urbanos, cito a Borges: «Cuando era joven, me atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la serenidad». A pesar de ser ya abuelo, me sigue atrayendo bastante más la nocturnidad. Y en cuanto a la montaña, y los bosques, creo que el referente es Thoreau, que se nombró a sí mismo inspector de tormentas de nieve y de lluvia. Vamos con frecuencia a Picos de Europa, a la zona de Valdeón de la mano de nuestros amigos Óscar y Marta. Allí la mente funciona de otra manera. No digo que a veces no se sienta uno como los animistas, viendo las rocas, los árboles y las montañas como un todo orgánico, como un ser vivo. Ahora que se proyecta con éxito la película ‘Oppenheimer’ se puede hablar de física cuántica, y decir que todas las partículas están relacionadas y que el espacio es un holón  que afecta al todo y a las partes. Pero, en fin, yo soy más urbanita que otra cosa.   

avelino3
El libro pretende acercarse desde diversos puntos de vista a la belleza. | L.N.C.

 – La ciudad en la que vive y ambienta sus libros, está cada vez más llena de flaners ociosos, ¿Cómo ve la situación actual de León?  
– Pues como algo que va hacia el perfecto desastre. Ya escribí algo sobre esto para presentar el libro de mi amigo Pedro Gómez sobre la plaza del Grano. Todo se está haciendo sin respeto por lo histórico ni la continuidad del pasado. Qué lejos estamos ya de ser una ciudad en la que se oye vivir o donde se puede alcanzar –esto lo decían Unamuno y Borges– el pensamiento creativo. La ciudad se ha llenado de suciedad y chafarrinones, luces de puticlub en escenarios históricos, terrazas en el suelo y en el vuelo con ruidos de chundachunda inundándolo todo (cómo es posible que se consienta esa «arquitectura efímera» en la plaza de San Marcelo ocupando el espacio de todos, inhabilitando el uso para celebraciones como la Feria del Libro, o ese bar frente a la catedral, con mesas cerrando el paso bajo los soportales y cartelones que van a acabar en la sacristía, o estatuas horrendas como la de la plaza de Santo Martino, que para más inri iluminan como si fuera la Pietá de Miguel Ángel, o esos bancos de granito que no sirven para sentarse ni en invierno ni en verano, esas jardineras de hierro y madera que parecen un delirio, esos centros florales tan cursis, esa «intervención» en los Cubos…). ¿Les parece de pobres la ciudad antigua? ¿Tienen ‘horror vacui’ y hay que llenarlo todo de farolitas y gastar el dinero a lo tonto? Y la obra en el final de la Avenida Padre Isla… ¿Hay alguien aquí que tenga una idea global, razonable del diseño integral de la ciudad? Que levante la mano, por favor. Si usted conoce lo último que voy escribiendo, verá que cada vez lo hago menos de las calles y rincones de la ciudad. «Nada detiene la hemorragia del aura», decía un autor en un libro sobre la conservación y desarrollo de  ciudades históricas. En esa misma obra se dice que hay que evitar que los edificios y la ciudad del pasado –el pasado que es nuestro presente– sean tratados como obras ajenas a nuestra vida cotidiana. Y no hacer nada que no sea necesario, que es una de las razones de la existencia de la arquitectura. Todo demuestra la falta de sensibilidad y la incultura de sus responsables. En fin, esto sólo se hace ya soportable porque quedan algunos libreros competentes, algunas personas a las que aprecio y cierta actividad cultural.

 – Además de la taberna El Cuervo, que se podría calificar como su bar de cabecera, ¿qué otros destinos o paradas tiene más o menos fijos en sus paseos por esta ciudad?
 – Con los bares pasa como con la ciudad, que se va al traste todo lo que nos confería cierta identidad, una imagen bastante digna de poblachón medieval. Han ido desapareciendo lugares necesarios, como el Begoña I –en el que yo principiaba algunas noches cuando me sentía asocial–, o la Bodeguilla de la calle San Guillermo o, en mi zona, El Algadefe o La Moral. Cuando cierren el Benito o algunos bares de barrio podemos irnos todos a paseo. O al pueblo, a llevarnos mal con el vecino y a pensar en las alpabardas. 
 
 – En su libro hace referencias a muchos autores que dedicaron algunos de sus textos a caminar. Hamis Fulton, un artista que vino hace años a la Fundación Cerezales, se definía como «artista caminante» y puso a caminar a los espectadores de su exposición. ¿De verdad se puede considerar el caminar un arte?
 – Ya vimos que los poetas y los filósofos han caminado siempre, haciendo de la caminata parte de su trabajo. Luego han venido los artistas. Esto ya viene de lejos. Fulton es amigo y contemporáneo de Richard Long, que ya empezó a artistizar el camino con su obra, Line Made by Walking, en 1967. Es el que más ha documentado sus paseos. Lo mismo puede decirse de Robert Smithson, el autor de Spiral Jetty, esa imagen que todos los que nos hemos interesado algo por el arte contemporáneo, tenemos en los ojos. O Carl André o Sophie Calle –por cierto, su apellido parecía predestinarla a estas performances– que recorrió los lugares que había pateado y fotografiado Vito Acconci un tiempo antes. Pero la que se lleva la palma es Marina Abramović, que recorrió el Tíbet y la Muralla China –más de 4000 kilómetros– para encontrarse con Ulay y casarse al final del camino. Creo que la relación no acabó en casorio, aunque sí hicieron el trayecto. Eso te lo venden luego, en una exposición en una galería de arte. Son  ideas sobre la pureza del cuerpo, o la intervención en el paisaje, la comunión o  el encuentro con la tierra y la naturaleza, la emancipación de la sociedad. Más o menos lo que ya hacían los trascendentalistas, o los utópicos, los de comunas como Brook Farm, Emerson… Whitman canta ese mundo en ‘Hojas de hierba’ (1855). Pero todos podemos hacer o sentir lo mismo cuando vayamos a recorrer el Bosque, el Páramo o La Sobarriba.

Archivado en
Lo más leído