Le dicen dios, pero es hombre. Es verdad que su toreo puede trasladarnos un día a la esfera de lo divino, pero también lo es que al siguiente puede ponernos los pies en la tierra y mostrarnos la irreparable fragilidad de lo humano.
Le dicen dios, pero es hombre. La última tarde de Morante ha sido un como un cortometraje sobre su carrera, en la que ha toreado más para sí mismo que para la galería, en la que podía regalar tres naturales para enmarcar e irse al burladero arrastrando la muleta, con andar desgarbado y sin mirar siquiera al tendido por mucho que la ovación resultara atronadora.
Le dicen dios, pero es hombre. Un hombre que no sé si sabía que era su última tarde, pero que tiró su primer toro sin probarlo siquiera por el pitón izquierdo y protagonizando un vodevil con el estoque, como siempre que considera que su oponente no está a la altura, porque el toreo es cosa de dos, porque el toro y la muleta deben ir al mismo son. Y si no van, vale más no perder el tiempo. O eso creo yo que pasará por la mente del hombre hecho dios cuando despacha a un morlaco con cuatro trapazos y cinco o seis pinchazos hasta conseguir que bese la arena.
Le dicen dios, pero es hombre, por mucho que en su segundo toro nos subiera al cielo pasándose el toro a milímetros en unas chicuelinas de época y llevándose un revolcón que a muchos nos hizo temer que la tarde había terminado. Sólo movía la cabeza. El tronco y las piernas parecían haberse desconectado y las manchas de sangre en su taleguilla hacían que en los tendidos se sospechara que había cornada. Las expectativas estaban muy altas y al final tocaba hombre en vez de dios, pero finalmente obró el milagro, como si alguien desde allá arriba le hubiera dicho como a Lázaro: "Levántate y anda". Cuando sus compañeros le llevaban en volandas a la enfermería, el maestro se plantó e hizo que le pusieran de pie y le dejasen tranquilo unos segundos tras el burladero. Cuando salió a llevar al toro a su segundo encuentro con el caballo, la plaza de Las Ventas se venía abajo. Tras una faena con unos derechazos de hondura indiscutible y unos naturales poco vistosos, pero de mucho riesgo por las pocas facilidades que daba el de Garcigrande por el pitón izquierdo, con una embestida corta que hacía que la muleta se trabase siempre, Morante lo despachó con una de las mejores estocadas que le recuerdo.
Y le volvieron a llamar dios, pero es hombre, el hombre de la mirada perdida, el hombre que, tras dar la vuelta al ruedo, se dirigió a los medios, pero no para saludar de nuevo a un público entregado, sino para cortarse la coleta entre lágrimas que se iban extendiendo a los tendidos. Nunca había visto a un dios hecho hombre en cuestión se segundos, ni a tantos hombres hechos niños casi por efecto dominó. Tristeza infinita y cierta felicidad, más bien alivio, por estar allí, por vivir lo que estábamos viviendo. Un cóctel de difícil digestión.
Le llaman dios, se lo llamaron una vez más los rapaces que invadieron el ruedo para sacarle en volandas como si de un paso de Semana Santa se tratase, pero es hombre, el hombre de la mirada perdida que ha hecho que muchos de ellos hayan empezado a ir a las plazas y que ahora se quedan huérfanos, el hombre de la mirada perdida que salió al balcón del hotel con cara de pensar que estábamos locos por estar allí implorando su saludo e intentando convencerle de que no se vaya y de que no nos deje sin su toreo, que se aleja de lo pinturero y lo estético para centrarse en la verdad y la despaciosidad de lo hondo, que no olvida a quienes sentaron cátedra mucho antes que él y que hace que siempre tengamos vivo el sueño de que vuelva. José Antonio Morante Camacho. Morante de la Puebla.
Le llaman dios, pero es hombre.
