'Animales de cuenta', una ruta por León de la mano de Luis Mateo Díez

Se trata de un extracto de 'León al pie de la letra', libro de David Rubio a la venta estos días con La Nueva Crónica

07/11/2023
 Actualizado a 08/11/2023
ILUSTRACIÓN: RUBÉN CANTÓN
ILUSTRACIÓN: RUBÉN CANTÓN

Don Ceferino pasó a llamarse Don Santos cuando llegó al cine. Se lo inventó el escritor Luis Mateo Diez, en el probablemente sea más capitalino de todos sus cuentos, ‘Los grajos de sochantre’, y el director José María Sarmiento lo convirtió en uno de los personajes más recordados de ‘El filandón’, la primera película leonesa. Era un canónigo de la Catedral, sochantre beneficiado, que vivía absolutamente obsesionado con los grajos, tanto que terminó mutando en uno de ellos, tanto que terminó perdiendo la vida por su culpa. El origen de ese odio “intransigente y nervioso” era que uno de los grajos que sobrevuelan las torres de la Catedral se coló en el templo durante uno de sus sermones, provocando un ridículo que ya nunca pudo superar el cura: “Don Ceferino no puede olvidar la amotinación de aquel ser subversivo que en la misa mayor de un Domingo de Ramos, cuando él entonaba las dificultades del Evangelio ante el rigor del Cabildo Catedralicio, se coló por las naves y su a posarse en su desorientación en el mismísimo facistol de su canto, corrompiendo la solemnidad del momento con agudos graznidos, que después las malas lenguas comparaban a la voz irremediable del beneficiado”, escribe el hoy académico, que se ha acabado convirtiendo en una de las voces más puras y prolíficas no sólo de la literatura leonesa, sino más bien de toda la que se escribe en castellano.

Luis Mateo Diez nació en Villablino en 1942 y ha pasado prácticamente toda su vida en Madrid, aunque lo cierto es que, en realidad, ha pasado gran parte de su vida en sus mundos imaginarios, entre los que León ocupa un lugar más que destacado. Pese a ello, no son demasiados los libros en los que retrata de la vida de la capital, pues casi siempre hay un poso rural, de la herencia perdida, de la memoria oral, en toda su literatura. No siempre cita explícitamente el nombre de los pueblos, los paisajes o las ciudades por los que se mueven sus personajes, pero nadie puede dudar de que Mateo Diez es uno de los escritores que más y mejor ha contribuido a hacer de León un territorio literario, una provincia por la que se puede pasear siguiendo las huellas, a veces reales, a veces imaginarias, de sus variados y numerosos escritores. En su caso, el más famoso de sus lugares inventados, Celama, al que dedicó una trilogía que ya forma parte de la historia de la mejor literatura española, se puede identificar fácilmente con el Páramo leonés, donde su padre, el gran Florentino Diez (personaje fundamental de la cultura y la sociedad leonesas de mediados del pasado siglo XX) fue destinado durante años con el objetivo de intentar rentabilizar los pantanos construidos en la montaña y los regadíos desarrollados en las riberas, una misión compleja pero que terminó llevando la riqueza a donde sólo había miseria y pozos secos.

Ese poso rural atraviesa toda la obra de Luis Mateo Diez, pero también tiene textos en los que la capital leonesa se convierte en telón de fondo, como es el caso del mencionado cuento ‘Los grajos de sochantre’ o de la fascinante novela ‘Las estaciones provinciales’, en la que retrata de manera magistral cómo era la vida en una capital de provincias como León a través de la mirada de un periodista local que, a su pesar, se termina enterando de todas las miserias y grandezas de la ciudad.

En el primero de ellos, los paisajes aún hoy perfectamente reconocibles son la Catedral, el gran escenario leonés que aparece prácticamente en todas las referencias literarias que se hacen de esta ciudad, y la casa en la que vivía el cura acompañado por su sobrina, “a la que había rescatado del pueblo, huérfana y viuda sin hijos”, que se situaba frente a la Pulchra y para la que, en la película de ‘El filandón’, se utilizó la actual sede del Museo Sierra Pambley, por otra parte, por otros motivos, también muy relacionado con la vida y la obra de Luis Mateo Díez: allí se exponen los muebles, enseres y los libros de una familia adinerada de finales del XIX, familia que, como el escritor, tenía sus orígenes en Laciana y cuya aportación, más conceptual que económica, fue fundamental para el nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza, estrategia republicana para que tuvieran acceso a la educación los niños de todos los rincones del país y de todas las clases sociales. No en vano, a algunos de los personajes que asentaron las bases de un acceso universal a la escuela, Mateo Diez ha dedicado otros de sus libros o cuentos, como es el caso de ‘Las lecciones de las cosas’.

En el balcón de lo que hoy es museo, el literario Don Ceferino, el cinematográfico Don Santos, comenzó a poner trampas para cazar grajos, a los que el párroco ya había dedicado para siempre el mencionado “odio intransigente y nervioso”. Antes, en su primer arrebato después de aquel fatídico Domingo de Ramos, había subido a las torres de la Catedral armado con una estaca y había descuartizado media docena de pájaros. Pero el protagonista del relato no estaba demasiado bien visto por el resto de canónigos, que más bien le consideraban una persona de pocas luces, y aquella hazaña había llegado a oídos del deán, que le llamó a capítulo. Por eso, decidió empezar a poner trampas en su balcón y usó como cebo el primer grajo que capturó, que terminó en una jaula y ésta colgada como una percha del armario del religioso. Su primer objetivo no era otro que terminar con todos ellos, aunque luego todo fue cambiando.

El cuento es el primero de los cinco de ‘El filandón’, una película rodada en 1986 que refleja la que ha sido una de las costumbres más arraigadas en los pueblos leoneses, el filandón en buena parte de la provincia, calecho en Omaña, Laciana o Babia y serano más al sur, en las sierras salmantinas y zamoranas. Consistía en una reunión de los vecinos del pueblo, en unas comarcas antes de cenar y en otras después, para contarse historias, mientras los hombres reparaban las herramientas, en algunos de los casos, mientras las mujeres hilaban (el origen del nombre, según algunos estudiosos). Era el contacto con la ficción que tenían los leoneses antes de que llegaran la radio o la televisión, repitiendo relatos, compartiendo aventuras, a menudo aportando y matizando los cuentos, a veces de forma intencionada y a veces sin buscarlos, con anécdotas locales, componiendo así, a fin de cuentas, una herencia de historias que fueron pasando de boca en boca sin llegar a pasar nunca, en muchas de las ocasiones, por el papel. Los filandones, como ha repetido en infinidad de entrevistas, fueron el poso en el que fermentó la imaginación de Mateo, y por eso tiene todo el sentido que su relato fuera el primero de la película que dirigió José María Sarmiento, en la que cinco escritores se reúnen para contarle historias a San Pelayo, que en la versión cinematográfica tenía su capilla en el Campo de Santiago, uno de los pasos más fascinantes entre León y el Bierzo, entre los pueblos de Fasgar y Colinas del Campo de Martín Moro Toledano, entre los municipios de Murias de Paredes e Igüeña, donde nace el río Boeza. En la película, los cinco relatos se convierten en cinco cortometrajes conforme los van contando sus autores, y todos ellos rodados en diferentes escenarios de la provincia de León y con actores no profesionales. Ni con el extraordinario desarrollo de la tecnología en el mundo del cine se podría repetir hoy un rodaje como aquel, en el que las circunstancias permitieron contar con ambientaciones que ni siquiera la mayor de las superproducciones podría afrontar: por poner sólo dos ejemplos, se vació un pantano o se permitió que un actor trepara por las maltrechas gárgolas de la Catedral, que no era otro que el protagonista del cuento de Luis Mateo Diez.

“En los sueños de Don Ceferino se mezclan con insistencia las salvas aterradoras de la bandada: negros como la noche y el cuerpo de los demonios, voraces y desagarrados en los graznidos de ultratumba, sugeridores de una burla descarnada en la confabulación sobre las piedras y los recovecos de los hastiales góticos”. Con el mencionado cebo del primer grajo que capturó, el sochantre se tomó una venganza que había leído en los relatos de misioneros en selvas tropicales: “La carne de grajo -salteada con pimentón y cebolla- sería un alimento sustancioso, y la venganza del caníbal era la más definitiva que podría conocerse: matar a la víctima y engullirla”.

Le gustó tanto que el cura decidió cazar y comer solo un grajo cada día para no pecar de gula. Pero llegó la primavera, las torres de la Catedral amanecían y oscurecían peladas de aquellos pájaros negros. En el cuento, Don Ceferino se desploma y muere en la misma la plaza de la Catedral, su sobrina le encuentra plumas en los bolsillos y, cuando van a enterrarle, la sombra negra de un grajo espera ante la sepultura abierta, “como obsesionada por proclamar un mal de agüero en la noche definitiva del Sochantre”. En la película, Don Santos sube a buscar grajos al campanario de la Catedral, como ya había hecho más veces y como explícitamente le había prohibido el deán, pero sólo queda uno, que sube hasta la aguja de la torre, hacia donde trepa el canónigo para terminar cayendo, agitando su sotana negra al viento y estampándose contra la misma plaza, donde el grajo termina esperando junto a su cadáver.

La otra de las obras más leonesas de Luis Mateo Díez es su primera novela: ‘Las estaciones provinciales’. Como ‘Los grajos de sochantre’, como casi todas las del autor lacianiego, está protagonizada por lo que se podría considerar un antihéroe, que en este caso es un periodista, Marcos Parra, a través del que se relatan las grandezas y las miserias de los habitantes de una ciudad que ya entonces parecía un poco alejada de todo. Se trata de un texto que se ambienta a mediados del siglo XX, que se publicó en 1982 pero que sigue resultando plenamente vigente, pese a que pueda parecer que han cambiado mucho desde entonces tanto León como la profesión periodística. No se cita explícitamente la ciudad de León pero sí sus calles, sus plazas, su Catedral, sus tugurios, sus sociedades y algunos de los personajes se supone que inventados por el autor resultan muy parecidos a leoneses más o menos reconocibles, o al menos lo suficiente como para que cada cual haga sus quinielas. En el caso del protagonista, son muchos los que encuentran el parecido entre Marcos Parra, el periodista en la ficción, y el genial Félix Pacho Reyero, natural de Calzadilla de los Hermanillos, figura fundamental del periodismo español de finales del siglo XX, que trabajó en numerosos medios y agencias y que fue el primer director de La Crónica de León, cargo que abandonó al mes.

El retrato que hace Luis Mateo Díez de León y los leoneses llega a ser desternillante en muchas ocasiones, como ocurre con el personaje de Pipe Bolas: “En Santo Domingo el urbano encendía un cigarro, apoyado en el Reloj, que marcaba las once menos diez. Fui por Ordoño parándome en las carteleras de del Azul y del Mari”, escribe el académico en referencia a dos cines ya desaparecidos de la ciudad.

“De los futbolines del Chato bajaba Pipe Bolas con el jersey atado a la cintura y la boquilla de carey en los labios. Un exceso de brillantina apelmazaba su cabello cuidadosamente peinado con una raya perfecta. Doble fuera del callejón del Mari, creyendo que lo esquivaba, y en seguida me alcanzó con un silbido.

  • Parra, préstame dos duros que perdí la cartera. Mañana te los devuelvo”.

Pipe Bolas no se queda en eso sino que, en cada encuentro con el protagonista, completa el perfil de lo que se podría definir perfectamente como un fantasma de manual, por otra parte tan abundante en la ciudad de León:

 “Con un cuarto de dólar me metí una vez en el Savarín de Las Vegas y en dos horas había hecho saltar la banca. En Montecarlo, ya va para dos años, reventé la ruleta cinco veces seguidas. Allí me tuvo que venir el gerente a rogarme que no siguiese. Monsieur Pipe -decía el tío- se lo pedimos en nombre del Príncipe”. Pero Pipe Bolas, genial secundario, no se quedaba ahí y siempre quería llamar más la atención, y aseguraba que había evitado una catástrofe en el aeropuerto de Nueva York: “Un DC en el que viajaba con mi madre y se perlaron las bujías según iba a tomar tierra. Con un alfiler de la caja de hilos de mi madre salí reptando por el ala hasta los motores y como pude limpié las bujías. Al comandante le había dado un vahído y ya tuve que encargarme hasta del aterrizaje, de noche y soplando que ni había visibilidad. Truman me mandó un telegrama”.

El Paseo de Papalaguinda, donde se celebraban las mejores timbas (a las que acudía mencionado Pipe Bolas) ocupa un espacio destacado en el libro, pues allí también tienen lugar los torpes encuentros amorosos de Marcos Parra:

“Más allá de la Plaza Toros, donde moría el Paseo, la oscuridad se abatía sobre los caserones abandonados de algunos viejos cuarteles, y el río cercano se ensanchaba en otro largo remanso que los vertederos se iban apropiando lentamente. Prados, choperas, cercas y mimbrerales se extendían tras los últimos espacios habitados y la carretera de gravilla sustituía al viejo camino”.

‘Las estaciones provinciales’ es, quizá por ser su primera novela, el libro de Luis Mateo Diez en el que mejor se aprecian sus influencias, que además de algunos clásicos fueron siempre los escritores italianos contemporáneos que, como él mismo dice, “han sabido recrear sus grandes mundos en sus pequeños mundos urbanos”, en referencia a lo que Giorgio Bassani hizo con su Ferrara natal. En su caso, en este libro, se trata de León, aunque el resto de su obra esté atravesada irremediablemente por un poso de la memoria rural. Se demuestra en párrafos que retratan de forma magistral la monotonía de una ciudad en la que todo parece repetido, en la que muchos de sus habitantes parecen haber perdido la capacidad de sorpresa, como el propio Mateo decía en el prólogo a una guía de Ancares escrita por Miguel Yuma y publicada por la desaparecida editorial Everest: “El viaje es un estado del espíritu en el que impera la capacidad de sorpresa’. En ‘Las estaciones provinciales’, esa monotonía se ve reflejada en numerosos pasajes del libro, pero alguno de ellos con especial acierto:

“Uno va cruzando la ciudad de norte a sur, de este a oeste y las huellas recientes cubren las anteriores porque, como las bandadas de grajos, es siempre el mismo vuelo repetido por los mismos lugares. Si quedase un reguero de baba o continuamente fuese uno tirando piedras blancas habría señales de idénticos senderos, una espiral de radios para la misma encrucijada, todas las esquinas viéndote pasar con esa confianza muda de los edificios, las calles, las plazas y los escaparates”.

La trama de la novela podría ambientarse prácticamente en cualquier ciudad de provincias, aunque en este caso sorprende la decisión del hoy miembro de la Real Academia de la Lengua de no citar explícitamente el nombre de León, pese a que en los paseos del protagonista y de los personajes se hacen descripciones que no dejan mucho lugar a dudas, pese a que la Ley de Memoria Histórica haya modificado el nombre de algunas de las calles por las que transitan:

“Salí por el bulevar. El viento me acometía como esforzado en detenerme. De la lluvia llegaban aisladas salpicaduras. Crucé por la plaza de la Catedral a Generalísimo, para bajarla casi en punto muerto. Las palomas de San Marcelo se guarecían en la torre. El carillón de la Caja de Ahorros dio una media musical que resonó en la atmósfera húmeda”.

Otro de los escenarios leoneses de las novelas de Luis Mateo Díez, que no sólo se cita en ‘Las estaciones provinciales’ sino que también sirvió como decorado en la película que el director también leonés Julio Sánchez Valdés rodó basada en otra de las obras del lacianiego, ‘La fuente de la edad’, es la Plaza del Grano. En el cine, la magia de los efectos especiales permitió que empezara a nevar sobre los actores, aunque se rodara en pleno mes de agosto. Se trata de un rincón particularmente mágico de la capital leonesa, un espacio envuelto en un encanto especial, quizá en el mejor se percibe aún el aroma a pueblón que un día fue esta ciudad, y que también está cargado de encanto literario en ‘Las estaciones provinciales’, pues en una pensión que se encontraba en las inmediaciones de tiene Marcos Parra, el protagonista, inolvidables encuentros y también desencuentros amorosos, de los que no siempre sale indemne y por eso llegar a pensar en el refresco de la fuente que preside esa plaza, en la que dos figuras de niños representan los ríos Torío y Bernesga que envuelven la capital leonesa:

“El rumoroso chorro de la fuente de la Plaza del Grano, que repicaba en el pilón, entre la fría y mecedora constancia de la lluvia, me atrajo por unos segundos, como la llamada misteriosa que requiere al suicida. Un impulso, ligeramente desesperado, de ir a poner la nuca bajo él, igual que en esas ocasiones de embriagado embotamiento”.

Sorprende que más de cuarenta años después de la publicación de ‘Las estaciones provinciales’ algunas de las grandezas y miserias de la ciudad que en la novela de retratan sigan ahí, intactas, imborrables, como mantenidas por una herencia que va pasando de generación en generación de leoneses, con todos sus aciertos y con todos sus defectos, con toda su bondad y con todos sus complejos. Se puede decir que el oficio de periodista local ha cambiado únicamente en lo que se refiere a los avances tecnológicos respecto a lo que Mateo describía en su obra, en su caso a través de Marcos Parra y del periódico ‘El Vespertino’, que era el que le hizo popular en la ciudad, azote de poderosos, amigo de gentes del mal vivir y siempre con algo que callar más por el resto que por sí mismo.

Acercándose al desenlace, Luis Mateo Díez resume en otro de sus párrafos absolutamente magistrales lo que es León, lo que era y lo que sigue siendo, probablemente lo que seguirá siendo eternamente porque puede cambiar el clima pero si hay algo verdaderamente complicado es que cambie el carácter de los leoneses, que es también una parte sustancial de la ciudad:

“Las luces de Ordoño II manaban un fulgor casi fantasmal en el fondo nocturno que poblaban los copos. El reloj de Santo Domingo se parecía a esas señales de los puertos que indican, hasta donde pueden, la espesura de la nieve acumulada. A la ciudad se le había contagiado un prematuro silencio y no era difícil sentir su abandono. Vas viendo que, como ella, te quedas más solo que la una, en la intemperie de lo que son sus rincones, a los que amas tanto como aborreces, porque es dura y cruel y hermosa la condenada. Todo en la medida en que tú quieras comprenderla o rehusarla. Ese horadado navío de piedra vieja, tallada al pairo de los siglos como por un cincel de glorias y de miserias. Cascajal de recintos que hieden y perfuman, tan entrañables y tan siniestros. La mansedumbre a que uno se liga por estos lugares habitados en el tiempo hasta no se sabe cuándo, como si al echar a volar la imaginación, bajo la nevada, se quedase uno de faro mortecino en la memoria de lo que esto fue, y bien lo saben los rancios cronistas, después de espacio libre en las ventiscas y en las primaveras de la más remota antigüedad, campamento de invasores, cuartel y guarida de alzados muros inexpugnables”. 

 

Capítulo incluido en el libro 'León al pie de la letra', de David Rubio, que se puede adquirir en kioscos y en la redacción de La Nueva Crónica.

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