14/01/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Existe, bajo el suelo que pisamos, un espeso légamo de falsedades, imitaciones, sucedáneos, versiones y otros tapujos descubiertos, por descubrir o para siempre soterrados. Con el suficiente tiempo, las diferencias entre ellos se desdibujan e importan cada vez menos.

En Italia, epicentro secular del debate sobre la veracidad y la historicidad del arte, se escandalizan estos días por un informe pericial que refuta la autenticidad de casi un tercio de los cuadros de Modigliani admirados en el Palacio Ducal de Génova durante la pasada primavera. No es un caso aislado, por supuesto, y mucho menos en uno de los artistas más falsificados de la historia reciente, a causa de su estilo tan reconocible y admirado como «elemental». Las numerosas copias que pergeñó Elmyr de Hory y protagonizan el filme de Welles ‘Fraude’ –F for Fake– abundan en esta idea a propósito del retratista de origen sefardí, entre otros muchos remedados.

Pero, además de escurridizo, el plagio caduca. En nuestra ciudad, por ejemplo, nos admiramos de una catedral que, en gran medida, es un invento decimonónico, de cuando se decidió hacerla más gótica de lo que nunca fuera. Entonces se acuñó la imagen de ese estilo que aún reconocemos y que alumbró una de las mejores catedrales góticas del siglo XIX. Algo así ocurre con la casa Botines, convertida al fin en museo después de que muchos de sus interiores traicionaran el original de Gaudí. O con la Casa de Carnicerías, rutilante sede de la efeméride de la pitanza, declarada monumento después de ser eviscerada. O ese edificio de Ordoño II a punto de terminarse, cuya ‘conservación’ sonroja a cualquiera menos a su vecino de medianera, el Ayuntamiento. Otorgamos valía representativa y estética a un objeto cultural y después lo desmenuzamos a nuestro antojo, en ocasiones simplemente arrebatándole poco a poco o de golpe aquello que le hizo merecedor de tal consideración. Así, supongo, sucederá con la plaza del Grano, que pronto se ensalzará de nuevo como cosa excelente sin recordar el momento (este) en que pervertimos las cualidades que le confirieron ese valor.

No disfrutamos de los monumentos, sino de la imagen que de ellos llevamos dentro y esperamos ver reflejada. Por tal motivo nos decepciona una barandilla de acero en un monasterio medieval, pero no sus paredes de piedra desnuda dentro y fuera, que hubieran escandalizado a quienes lo edificaron.

Cada época tiene su forma de mirar el pasado, de invocar ese espejismo. Y la nuestra busca en él un lugar sin mácula para la verificación de una mentira. Pero en el vasto terreno que media entre la creación directa y fidedigna y la impostura consciente o sobrevenida, cabe plantear aún algunas cuestiones esenciales. No tanto las consabidas acerca de dónde trazar la línea entre lo falso y lo auténtico o qué entendemos por tal; sino más bien la respuesta a qué beneficio, legítimo o no, se esconde tras esas demarcaciones y a quiénes favorecen.
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