Los juegos judiciales: Episodio 2

Segunda entrega de los relatos futuristas del escritor Daniel Casado

Daniel Casado
14/07/2021
 Actualizado a 08/09/2021
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Marcha la noche, ninguno de nosotros ha olvidado lo que ha ocurrido unos instantes atrás. Nos despierta el ensordecedor silbido de un barco movido por la combustión del carbón en su bodega interior.

Antes de estudiar el pálido y poco apacible lugar, me cercioro de que todos mis compañeros han conseguido sobrevivir al viaje. Arduo es el camino desde el Núcleo Central hasta el destino final de nuestra misión. En este caso, el Londres de 1888.

Enfurezco al recordar todo lo que he dejado atrás, pero el SueñOlvido aún no ha actuado sobre mí y, por tanto, al permanecer en el mismo día que mi anterior transmisión, puedo sentirme dichoso al poder recitar mis últimos pensamientos antes de abandonar el núcleo:

"Yo maté al octavo pasajero y, antes de perder mi vida, voy a asesinar a todos y a cada uno de ellos".

Los VagaMundos o los Caminantes del Tiempo. Siete personas que combaten la criminalidad del mundo persiguiendo a bestias inmundas a lo largo de la Historia cuyo único propósito nace por y para acabar con la existencia de seres inocentes.

Mis compañeros, mis fieles consejeros y acompañantes, solo buscan asestarme el golpe de gracia cuanto antes para terminar el trabajo que, quizás, mucho tiempo atrás empezaron y que ninguno se ha atrevido a finalizar.

El viaje, como todos, es absolutamente onírico. Prendido de una ilusión, vagamos por las estrellas, desde el Núcleo Central hasta el neblino Londres de 1888.

La oscuridad de las calles de Whitechapel nos aporta la baja notoriedad que necesitamos para desenvolvernos a lo largo de este tedioso día.

— ¿Estáis todos bien? —pregunta Iban desde la lejanía.
—Mejor que nunca —confirmó Brandon, haciendo gala de su inalterable tranquilidad.
—Es hora de empezar la misión —intervino ahora Vicra, mirando a Alice para que comenzase a verter datos sobre nosotros.

La escena era perturbadora. El vapor de agua, proveniente de la diferencia de presión en lugares aleatorios de la ciudad había provocado que sobre el gigantesco barrio de Whitechapel se abalanzara una densa niebla que impedía la vista a más de cinco metros. Los edificios derruidos mostraban un semblante apoteósico que dotaba a la visión panorámica de aquellos detalles visibles de un cariz propio de un lugar devastado por la guerra. Aunque para que los alemanes destruyeran aquellos pacíficos edificios aún faltaban más de cincuenta años.

Los Trajes Judiciales nos ayudaron a involucrarnos entre la población de Londres. Una vez despierto en las inmediaciones del lugar físico designado para el inicio de la misión, la magnetización de los Trajes Judiciales se activaba y daba comienzo la transducción de moléculas. Siguiendo las instrucciones intrínsecas en las funciones básicas de nuestros Trajes, estos convertían cada uno de los átomos de su estructura molecular a todo aquello para lo que habían sido programados. Por aquel entonces, ni siquiera yo, Ernest Ambrose, sabía cómo, habiendo recuperado el conocimiento, estábamos siempre ataviados con las vestimentas reglamentarias de cada una de las épocas.

En este caso, gracias a mi Traje Judicial, pude comprobar que mi cuerpo ya se encontraba adornado con dichos harapos. Para la era Victoriana de Londres, el Núcleo Central había ordenado a los Trajes Judiciales que nos proporcionasen a los hombres unas camisas de lana bien tupidas para soportar el frío y un blazer de corte elegante que nos ayudase a pasar desapercibidos. Debajo de este, un chaleco de punto culminaba el compendio. Aunque el Traje era más exacto que cualquier otro dispositivo anacrónico, había detalles que tendía a pasar por alto. Como la incorporación de un reloj de bolsillo para poder determinar el tiempo de la misión en todo momento.

Para las mujeres, corpiños fuertemente apretados asfixiaban su busto. Faldas desvencijadas y ligeras chaquetas para emular a las antiguas meretrices de finales de siglo. Cada paso se debía desarrollar con una precisión milimétrica para que nadie sospechara de nuestras intenciones en el año 1888.

La pestilencia de las fábricas cercanas suministraba un elocuente vaivén de emociones jamás antes experimentadas en mi cuerpo. Esos vapores, junto al hedor de las aguas fecales distribuidas por la totalidad de los desagües, me hacían sentir fuera de mí.

Escudriñando las fatuas expresiones de mis compañeros, deduje que ya habían estado allí con anterioridad, pues nada de lo antes mencionado les había sorprendido. Entre tanto, las voces en mi cerebro volvieron a aparecer, segundos de angustia que impedían a mis sentidos centrarse en el caso. En esta ocasión solo descubrí cómo varias de las palabras se entremezclaban para escuchar una petición…

“Di la verdad”.

—Londres —analizó Alice, sacándome de mi ensimismamiento—. 1888. ¿Alguien conoce algún dato sobre esta ciudad y por lo que estamos aquí?
—Ilumínanos, todopoderosa Alice —dijo Vastos.
—Londres en este año, 1888, es considerada como una de las ciudades más importantes del mundo. Podría decirse que es la capital del planeta. Antes incluso que París. Quizás más reconocida que la Gran Nación de nuestros días —algunos dirigieron su mirada de desconfianza a la líder del grupo, pero nadie se atrevió a cuestionarla—. A esta época se la conoce como el periodo de expansión, puesto que los límites de la ciudad iban creciendo cada día más.

>>El Crecimiento económico de Alemania y Estados Unidos añadían cada vez más presión a una estructura que presentaba diversos problemas para una sociedad que ya vivía más que hacinada en pequeños guetos. Este barrio, en concreto, Whitechapel es uno de los tristemente conocidos como Barrios Fantasma. ¿Sabe alguno por qué se les llama así?

—Porque han visto fantasmas, supongo —respondió Mara Andrews, que aún no había podido intervenir.
—Error —contestó Alice—. Se trata de un barrio de muy mala fama, ganándosela por la alta presencia de prostitutas y ladrones. Cuando un caballero de alta cuna es visto por estos lares, siempre tiende a negarlo. Curiosamente, la totalidad de los “gentleman” negaban haber pasado por Whitechapel y, desde entonces, se dijo que, de manera jactanciosa, los fantasmas de hombres ricos aparecían de muy de vez en cuando para consumir los frutos prohibidos que Whitechapel les ofrecía.

>>Sobre esta ciudad, el Inspector de Policía Walter Dew diría: “Antes del advenimiento de Jack el Destripador, el distrito tenía un reputación de villanía y vicio sin parangón alguno”. Más de un cuarto de millón de personas viven actualmente en este barrio y más de quince mil son personas sin hogar. Todo este semblante de pobreza y suciedad resulta convertirse en un escenario perfecto para que un asesino en serie cometa los crímenes más sangrientos de la época en la que gobernó la Reina Victoria.

— ¿Qué sabemos de Jack el Destripador? —preguntó atenta Vicra.
—En menos de un mes, ese malnacido ha matado a cuatro mujeres. Nuestros informes aportan más víctimas al caso, aunque solo se le han podido atribuir cinco de ellas.
—Entonces —intervino ahora Brandon—. Aún no ha asesinado a su última víctima.
—Permítame, Brandon —le cortó Alice—. Jack el Destripador es el sobrenombre que se adjudicó el asesino más famoso de Londres. Después de cada asesinato, conseguía hacer llegar cartas a la policía presumiendo que jamás conseguirían atraparle. En la más famosa de ellas, titulada “Desde el Infierno”, el hombre firmó con el nombre de Jack el Destripador. Esa carta, adjuntaba uno de los riñones de una de sus víctimas. Ya ha matado a cuatro de ellas. Ahora es el momento de atraparle. El Núcleo nos ha enviado la ubicación exacta del lugar en el que se encontró el cuerpo de su última víctima, Marie Jane Kelly. Recordad que no podemos intervenir en la Historia, por lo que la mujer debe ser asesinada. Pero El Padre nos ha encomendado la misión de descubrir quién fue realmente Jack el Destripador. Por ello, acudiremos rápidamente hasta el hogar de la pobre muchacha y lo cazaremos in fraganti.

La codicia de las apariencias a menudo nos hace vislumbrar un futuro diferente al de los demás. Alice, sintiéndose en su pleno derecho de gobernar sobre todos nosotros, observaba nuestras facciones y leía en nuestros rostros la devoción de unos pupilos a los que estaba amaestrando fácilmente.

Prácticamente de la mano, continuamos caminando por las absurdamente oscuras calles de las afueras de la ciudad. La información del lugar había llegado a mis receptores auditivos, y ya conocía cómo llegar hasta allí. La niebla dobló su espesura mientras discurríamos entre ella. Al principio, debido al ímpetu de Alice, la velocidad de su marcha hizo imposible que siguiera su ritmo, aunque para los demás no presentó ningún problema añadido. Después de varios minutos, perdí el rastro de mis compañeros.

La pertinente geolocalización me acompañó durante el camino hasta el hogar de la triste meretriz. Descubrí, una vez llegué, que ninguno de los otros seis se encontraba ya allí. Ante un hipotético enfrentamiento con un temible asesino, decidí esperar en el exterior del edificio.
Desde las apagadas cortinas del segundo piso, nació un grito que me hizo temblar. Aquella mujer estaba siendo descuartizada en ese preciso instante y solo uno de los siete VagaMundos había conseguido salvarse de la traicionera niebla de Londres. La situación pretendía establecerse como un punto de inflexión en mi vida. En este momento, dilucidé si seguir siendo un débil y pálido testigo de la Historia o convertirme en un necio e intentar salvar a la mujer. Lo cierto, querido lector, es que siempre me he considerado un necio.
Derribé la puerta de entrada al inmueble y escalé como pude por las escaleras hasta el segundo piso. Los gritos de la doncella se apagaron segundos antes de llegar al piso correcto, por lo que, una vez en el rellano, tuve que elegir entre dos caminos. Dediqué un par de hectosegundos a escuchar con tranquilidad. Eliminando mi sosegada respiración de la ecuación, un leve suspiro me alertó de la presencia de alguien sufriendo en la estancia de la izquierda. Empujé la manivela y la puerta se abrió. Caminé hasta la última habitación, que daba, precisamente, al lugar de la calle en el que me había detenido unos minutos atrás.

La tenue luz de una vela despidió una terrorífica sombra sobre mí. Un hombre, de más de dos metros de altura, me miraba con curiosidad. A su lado, yacía la mujer a la que había escuchado quejarse. Para ahorrar los datos escabrosos que cualquiera puede encontrar en muchas Dice-Historias, solo mencionaré que el triste final de Marie Jane Kelly fue mucho más trágico de lo que cualquiera pudo imaginarse.

—Llegas tarde, Ernest —dijo la sombra.

El viento mecía la llama de la vela y esta dibujaba sombras en el rostro del asesino. Era harto imposible que aquel hombre me conociese, pero aún con el sonido de cientos de buques recorriendo el Támesis, no me tuve que ver obligado a pedirle que repitiera lo que acababa de decir, pues lo había entendido a la perfección.

— ¿Cómo sabes mi nombre? ¿A quién debo el placer de llamar con su hediondo heterónimo, Jack el Destripador?
—Mi nombre no importa, pequeña y cruel hormiga. No conoces mis datos, aunque yo sí que dispongo de toda la información sobre ti. Eres Ernest Ambrose y, al igual que yo… Eres un asesino.

El frío nubló mis facciones y el resto de mi cuerpo se embriagó de la misma tensión, paralizando hasta el último de mis músculos. No tenía constancia de ello, pero quizás estuviera hablando del octavo pasajero.

— ¿A quién crees que he matado?

Al repetir esas palabras, algo en mí tomó forma y se convirtió en pura maldad. Recuerdos de una vida pasada. Desmembramientos y antecedentes que no soy capaz de describir, pues no vienen a mí como imágenes, sino como susurros y sabores entremezclados con el olor de un trabajo bien hecho. Miré hacia el suelo y descubrí que ya había estado en aquel lugar. Las vetas del suelo me contaban una historia. Un sueño manchado de sangre y hollín. Mis ojos vagaron por la estancia hasta la cama, donde descansaba inerte la bella mujer. Su rostro, segundos atrás desfigurado, había recuperado el esplendor típico de su edad. Sus párpados estaban abiertos y las pupilas se habían tomado la libertad de estudiar mi estático cuerpo. Conocía a aquella mujer.

—La satisfacción de la muerte —interrumpió mi alucinación Jack el destripador—. Poseer en tus manos aquello que todo el mundo anhela: Control.
—No soy así —respondí categóricamente—. Yo no he matado a nadie.
—Sí que lo has hecho —una voz surgió a mi espalda.
Me precipité a girarme sobre mí mismo para descubrir quién era la extraña voz que se había interpuesto entre Jack y yo.
— ¡Vastos! —Lo reconocí rápidamente
—Tú eres un asesino, Ambrose… Tú la mataste. Tú mataste a esa pobre mujer.
—No, yo no… —me giré de nuevo nervioso para comprobar que Jack el Destripador había desaparecido. En la estancia ya solo representábamos la escena Vastos, la fallecida y yo mismo. Ante la repentina huida del verdadero asesino, me sorprendí de nuevo al mirar hacia mis ropajes. Estaban manchados de sangre.

En mi mano, un cuchillo con una hoja de más de quince centímetros también vestido con la sangre de la joven. Sabía a ciencia cierta que no había nada en mis manos antes de entrar en aquella habitación.

Vastos me estudiaba, miraba la escena perplejo y esperaba una explicación. Destruyendo mis recuerdos, intenté olvidar el momento exacto en el que clavaba el arma en el torso de la mujer y decidí abalanzarme sobre mi compañero.

— ¡No! —gritó—. ¡Espera!

La rapidez con la que me lancé pilló desprevenido a Vastos, que recibió el impacto del cuchillo en pleno corazón, haciendo que mi sangre se fundiera con la suya, aunque yo era el único ser vivo en aquel edificio que no había recibido herida alguna. Me sentí mal, incrédulo lector, por la muerte de mi amigo, aunque algo más llamó mi atención mientras la luz de los ojos del hombre se apagaba.

Una voz. Una carismática y calmada voz me susurraba. Era Vastos. Su vida se había desvanecido, pero de sus labios salían ciertas palabras que obnubilaban mis intenciones de escapar.

—Simulación interrumpida —dijo el moribundo—. Simulación Interrumpida.

Comencé a marearme. Sentía el viento a mi espalda y un aire perfumado me obligaban a perder el equilibrio. Recordando la trágica muerte de mi compañero no supe qué sentimiento atribuir a esos momentos. Me sentí mal. Me sentí mal. Me sentí….VIVO.

Perdí el conocimiento al tomar contacto con el suelo. Las vetas se desvanecieron y se convirtieron en arena.

Me desperté casi desnudo, con un sol abrasador apuntando a mi sien. Como siempre, este maldito dolor de cabeza me impidió recordar nada de ayer, ni de la noche pasada, ni de la anterior.

A mi lado, mis verdaderos y fieles compañeros, a los que confiaría mi vida sin dudarlo. Mara Andrews, Alice, Brandon, Vicra e Iban. Nosotros seis, conformamos los VagaMundos, los Caminantes del Tiempo. Siempre hemos sido nosotros seis y siempre lo seremos.

Fin de la segunda transmisión.

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