Quizá así deberían de comenzar todas las historias hermosas, con lluvia, como hoy. Cada gota, cada una de las que rompe contra el cristal del lugar desde el que escribo, totalmente rodeado de libros, música y buenos instantes vividos, es el recuerdo de aquellas cartas que durante siete años escribí y que ya forman parte de algo sincero en el poema de mi vida. Estoy escuchando música mientras escribo esta reseña, esta primera Lectura de un alma vagabunda. Siempre lo hago, siempre me acompañan las canciones en mis horas de escritura. ¿Sabéis?, en las distintas entrevistas que hice por el libro que lleva ese mismo nombre, creo recordar que, en la mayor parte de ellas, me preguntaban por el concepto de alma vagabunda. Creo que todos somos un poco almas vagabundas. Y ojalá nunca dejemos de serlo. Ojalá mi alma nunca deje de buscar.
Presiono con suavidad las teclas del ordenador, mi portátil, que tantas horas me ha acompañado; compañero de viaje estos años, y desde el que redacté varias de mis novelas. Su color, blanco, me recuerda el color de una hoja vacía, aquella que siempre nos espera a los que nos gusta escribir, a la que tanto miedo nos da enfrentarnos a los autores. Reflexioné durante bastante tiempo cuál debería ser el primer libro que quería reseñar en las Lecturas de un alma vagabunda, el primero de esta nueva etapa, de este nuevo poema con versos todavía por escribir. Todas nuestras vidas se pueden resumir en un poema, eso creo. Y para ese poema, si al final de nuestros días nos dejasen seleccionar los versos, elegiríamos momentos especiales, momentos únicos, aquellos que nos llegan, precisamente, al alma. Sin ninguna duda, en mi poema, la literatura ocuparía, al menos, un verso; una selección de palabras que me hicieran sonreír al leerlas, que me hicieran recordar lo bello que es leer, lo necesario que es escribir. No entendería mi vida, ni mi forma de ser, sin escribir. A veces me pregunto si seguiría escribiendo aunque nadie me leyese. Y creo que sí, lo haría.
Lo hago, muchas veces, precisamente para mi alma vagabunda, para que sepa encontrar el camino de regreso a su casa, a ese momento en el que todo es felicidad. Me lanzo al vacío de esta nueva sección a lomos de Manuel Ángel Morales y su última novela, Vida perra. Al lado de Elisa Vázquez le acompañamos en la presentación que hizo en la biblioteca de Ponferrada.
Tengo la enorme suerte de recibir muchos libros. Algunos antes de que salgan al mercado. Y leer cuando la historia tan solo pertenece al autor, tener el privilegio de poder sumergirte en unas páginas que prácticamente nadie ha leído todavía es algo único. Y eso fue lo que me ocurrió con Vida perra, que Manuel Ángel Morales me entregó en una edición única con tapa dura, antes de la primera presentación, antes de la puesta en venta. Manuel es un autor de pensamiento, de los que tras cada línea escrita deja una reflexión, un mensaje, algo que quiere contar. Eso ocurrió con sus anteriores novelas, eso ocurre con esta. En este caso lo hace a lomos de un perro cuya vida, pasando por distintos dueños, nos lleva a conocer perfiles de los que nos encontramos en nuestro día a día, dibujando el autor, a través de ellos, nuestra sociedad
.En el segundo capítulo, titulado Donde averiguo mi noble linaje, el pequeño cachorro nos deja ya una excelente reflexión: «Mi madre estuvo triste unos días. Me decía que los humanos son así, que hemos nacido para servirles y que, a cambio, nos dan comida y un refugio donde dormir». Me pregunto si esta misma frase aplica a otras condiciones de la vida, de nuestras vidas, y todos somos un poco cachorros: solo siendo cuestión de recibir algo y no hacer preguntas.
Un profesor, un político, traficantes, millonarios, buena gente… Todos ellos pasan por la vida del perro, cuyo nombre no escribo, ya que tiene varios y muy diferentes según su vida va girando alrededor de los seres humanos. Y eso le da mucha más personalidad al protagonista. Y es que realmente, por muy importante que sean algunos nombres y que por ellos reconozcamos a ciertas personas, en el fondo el nombre es lo de menos, siendo tan solo importante su personalidad, los ojos con los que te mira, si sonríe al verte o si recoge tus lágrimas del suelo al caer, para dejarlas de nuevo en tus mejillas y susurrarte «no llores, estoy contigo». Poco después, en el capítulo siguiente, justo al cierre del mismo, nuestro protagonista nos deja una reflexión que me encanta, y que por ello no puedo dejar de mencionaros: «¡Ah! ¡Qué variables son las cosas en el mundo! ¡Cuántas veces no nos hacemos una imagen en nuestra mente de un ideal que de pronto se desvanece ante la dura realidad!» Completamente de acuerdo.
En gran parte de los dueños que van pasando por la vida del protagonista navega una realidad que, independientemente de sus perfiles, está en nuestros días, y cuya aplastante realidad también te golpea al cerrar el libro. A estos humanos que acaban siendo sus dueños una característica común les une: todos piensan únicamente en sí mismos, nunca en el bien del conjunto, intentando aprovecharse de la vida, absorbiendo todo el jugo que puedan, aunque para ello otros se queden sin él. Y así somos como sociedad.
Os dejo el ejemplo, extraído del capítulo IV, que lo describe perfectamente: «El profesor era un maestro en ocultar aviesas intenciones. Hablaba y parloteaba sobre la corrupción del mundo, la hipocresía y muchas más mentiras. Porque eso es lo que eran sus ideas: simples embustes con lo que él mismo se engañaba. La naturaleza humana según he ido aprendiendo al paso de mis canas se nutre de mezquindad, falta de ejemplo y grandes palabras que no se corresponden con su comportamiento.»
Me encantan las pinceladas de realidad que nos deja el perro en cada capítulo, las reflexiones que el autor realiza usando los ojos del animal para ello. «En los momentos difíciles es cuando se conoce la naturaleza de alguien», podemos leer en el capítulo De cómo conocí la matanza. Y tiene toda la razón del mundo. Es algo que en el barco de la existencia queda anclado en la isla de la realidad del día a día. Por eso siempre deberíamos de quedarnos no con los que nos sonríen en la luz, sino con los que nos abrazan en la oscuridad. Os decía antes que uno de los dueños que pasan por la vida del perro es traficante. Y, una vez más, podemos extraer de ese capítulo de su vida y del libro, una buena frase con la que reflexionar un instante sobre nuestra naturaleza, la humana, que es tan maravillosa como terrible, tan única como totalmente prescindible.
Podemos leer: «Chumi vestía mejor que nunca. Su imagen había cambiado como correspondía a un hombre de negocios. Ahora le gustaban los trajes caros, los zapatos brillantes. Lo peor es que, al cambiar de coche, nos hacía viajar en el maletero que había cubierto con unos plásticos para que la tapicería no se lo estropease. Ese es algo común al resto de los humanos. No nos dan más importancia que a un mueble y, en muchas ocasiones, menos».
Es ya en el tramo final del libro, donde el perro vive, en ciertas ocasiones, buenos momentos, recordándonos que no todo está perdido, que dentro de este mar de dificultad y esta sociedad que muchas veces nos deja a un lado, todavía hay puntos de luz, faros entre la tormenta que nos observan, aunque veces desde la lejanía, con esperanza. Uno de ellos es cuando encuentra una manada libre, de la que formará parte. Al principio de este capítulo, que lleva por título Donde creo la manada de los perros libres, podemos leer una reflexión sobre la soledad: «Cuando estás solo pueden ocurrir dos cosas. Puede invadirte la sensación de carencia y tristeza, una bola de sombra que no te abandona y que viene y va, inundándote de niebla. Pero también puede ser liberadora cuando sales de un ambiente grosero que sabes que nunca te había convenido».
Dejo aquí esta primera Lectura de un alma vagabunda, el primer paso de un nuevo camino, de una nueva experiencia mía y vuestra, de cada uno de los que amamos la literatura, de los que latimos versos y soñamos tramas, de los que estamos convencidos del enorme talento que nos rodea y seguiremos disfrutando. No sé lo que deparará el futuro, quién lo sabe, y no me gustaría saberlo, la verdad. De momento, solo puedo afirmar tres cosas. La primera es que seguiré de cerca la carrera de Manuel Ángel Morales, a quien seguiré leyendo; la segunda es que la literatura me acompañará siempre; y la tercera, sí, la tercera, es que estoy convencido de que no es inmortal el que nunca muere, sino el que nunca se olvida. Nos vemos en la siguiente lectura.
Entre mi biblioteca y yo
Leer a Manuel Ángel Morales siempre es un placer. Vida perra, su última novela publicada (siempre uso este término, pues estoy seguro de que muchos de nosotros tenemos más novelas de las que han salido al mercado) es, como sus anteriores incursiones en el género, no únicamente una serie de páginas con las que pasar unas buenas horas de lectura, sino que encierran una buena reflexión sobre lo que nos rodea, sobre este mundo tan complejo y extraño, en el que el yo está por encima del nosotros, en el que muchos se miran al espejo, obviando que les envuelve toda una sociedad. Creo que Vida perra nos lleva, y por eso es necesaria, hasta preguntas que todos nos debemos hacer.
Más que un libro, un autor
Conozco a Manuel Ángel Morales desde hace tiempo. Creo recordar que fue de los primeros autores a los que dediqué una reseña en la anterior sección, las conocidas Cartas a ninguna parte. Fue con su novela Hikikomori. En aquel momento no teníamos la misma relación estrecha que podemos tener en este momento. Creo, y no me equivoco al afirmarlo, que es una de las personas que yo conozca con mayor conocimiento sobre la literatura y, por supuesto, con mayor calidad literaria en nuestro entorno. Hablar con él, y yo he tenido la fortuna de hacerlo en multitud de ocasiones, es un placer para los que amamos el arte de escribir letras y letras, que conforman palabras, para redactar historias. Creo que le espera un excelente futuro, y que todos nosotros, y yo el primero, podremos disfrutar de sus nuevas novelas.
