La niebla amarilla

En los pueblos del Bierzo, una niebla amarilla avanza con mansedumbre antigua, desdibujando el mundo rural con la misma suavidad con la que el tiempo borra los recuerdos

08/12/2025
 Actualizado a 08/12/2025
Un amanecer amarillo en el que se deja ver la niebla despertando.
Un amanecer amarillo en el que se deja ver la niebla despertando.

En los pueblos del Bierzo, una niebla amarilla avanza con la mansedumbre antigua de las cosas que ya estaban antes que nosotros. Borra el mundo rural con la misma suavidad con la que el tiempo borra la memoria. El Bierzo suma ya dieciséis años consecutivos de despoblación y, quizá por eso, al amanecer, cuando el sol aún duda en rozar las cumbres, la niebla desciende por los valles como una memoria que regresa. No cae: se posa. No irrumpe: susurra. Se desliza por las calles como quien vuelve a una casa cerrada hace mucho, envolviendo fuentes, eras, corredores de madera y muros que hace tiempo dejaron de esperar. Es una niebla tibia, casi maternal, pero en su dulzura late una pena antigua, una semilla silenciosa de abandono. Quizá por eso La lluvia amarilla parece hoy menos una novela y más un parte meteorológico adelantado. Aquella lluvia de hojas que Llamazares imaginó en 1988 era solo la primera advertencia. Andrés, el último habitante de Ainielle, veía caer del cielo la memoria hecha polvo vegetal. Pero lo que entonces era precipitación es ahora atmósfera: la lluvia se espesó en niebla. Ya no cae: ocupa. Ya no anuncia un final: lo administra con paciencia infinita.

La niebla amarilla se posa sobre El Bierzo y sobre toda la provincia de León desde hace décadas. Entre 1983 y 2024, el territorio ha perdido casi un 20 % de su población. La desaparición de la minería, la energía y la agroganadería industrial abrió un vacío que ni el tiempo ni las promesas han sabido llenar. El mercado laboral se estancó, la renta quedó por debajo de la media nacional y el campo empezó a apagarse como una hoguera que arde solo con rescoldos. Así, la provincia entró en un lento deterioro que se extiende por todas las comarcas: un declive demográfico, económico y emocional que cala más hondo que el invierno.

La falta de inversiones, la retirada de servicios públicos y la concentración de oportunidades en las ciudades han dejado amplias zonas rurales sin relevo, sin aliento, sin voz. El mundo rural leonés ha pasado de ser un espacio vivo a convertirse en un territorio que se consume a sí mismo, atrapado en un círculo que solo políticas constantes y valientes podrían romper.

Y la niebla -siempre la niebla- entra por debajo de las puertas. Se cuela en las escuelas que apagaron sus voces, en los consultorios sin sanitarios, en los bares donde los vasos quedaron colgados del revés para siempre. Apaga los colores. Amarillea incluso las sombras. Recubre las cosas con un barniz de antigüedad prematura, como si la vida misma se hubiera ralentizado para no hacer ruido. La decadencia brilla con una serenidad inquietante; la belleza, con un temblor de despedida.

La niebla no entiende de prisas. Por eso vence. Baja primero a los pueblos pequeños, luego a los medianos, después a las ciudades que creyeron estar a salvo. No conoce fronteras ni campanarios altos. La modernidad llegó a León con estrépito; la niebla avanza en silencio. Y es ese silencio el que la hace invencible. Los viejos que aún resisten lo saben. Son los últimos faros de un mundo que se apaga. Caminar por la calle principal es ya un acto litúrgico: cada paso levanta una exhalación cansada del suelo. Ellos recuerdan la matanza, las nevadas del 63, el día que llegó la televisión. Hablan de los que se fueron como quien recuerda a santos laicos: gente que un día abandonó la procesión del invierno para unirse al culto de las ciudades.

En los campos, la niebla se deposita sobre la hierba alta, sobre lo que antes era camino y hoy es borrador de bosque. La agricultura familiar se retiró como una marea humilde, dejando bancales que el matorral devora con entusiasmo juvenil. Los prados abiertos se han vuelto selva templada; los montes, abandonados, avanzan hacia un destino inflamable que en veranos como el de 2025 amedrenta a los últimos que aún los miran de frente.

De vez en cuando, un visitante llega desde la ciudad. Trae romanticismo y zapatillas nuevas. Mira la niebla amarilla como quien contempla un cuadro de Rothko, sin saber si lo sublime es la luz o la melancolía. Quizá compre una casa. Quizá prometa volver en primavera. La niebla también lo envuelve a él. Le da la bienvenida, pero no le promete nada.

Y, aun así, hay instantes que justifican un mundo entero. Un niño que juega donde el silencio llevaba veinte años dormido. Una mujer que abre una contraventana y deja salir aire antiguo y promesas nuevas. Un perro que corre por la calle como si heredara un reino deshabitado. En esos mínimos destellos, la niebla se vuelve casi dorada, como si celebrara un gesto de resistencia.

La niebla amarilla sigue avanzando. No destruye: desgasta. No mata: acostumbra. Su poder no es la violencia, sino la reiteración de un país que olvida sus montañas y convierte la periferia en postal. Una niebla cultural, política, espiritual. Una niebla leve en apariencia, pero pesada como un luto antiguo.

Y sin embargo, también es materia poética. Es la sustancia con la que la memoria escribe sus últimas cartas. La lluvia amarilla fue una de ellas. Los pueblos leoneses son ahora las siguientes. No piden compasión ni épica: solo que alguien los mire antes de que desaparezcan del todo. Al final del día, cuando cae la tarde en los montes, la niebla amarilla -esa lluvia detenida que ya no cae, sino que vive- no desaparece: descansa sobre su territorio como descansa el silencio sobre los pueblos vacíos. Llamazares lo supo: casas en ruinas, bancales comidos por la maleza, chimeneas apagadas… un paisaje que late como un corazón cansado pero aún vivo.

Y aun allí, donde la vida parece plegarse, la niebla deja entrever un suspiro. Esa es la esperanza: mientras alguien lo escuche, aunque llegue envuelto en niebla o desmemoria, habrá posibilidad. Porque incluso la niebla más densa deja pasar un hilo de luz. Y a veces, un solo hilo basta para empezar a regresar.
 

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