El olor a mosto seco sobre piedra caliente me golpeó como una sinfonía en fa menor. Era finales de agosto, y el sol tardío del Bierzo caía sobre el tejado antiguo de una casona en ruinas, mientras un cuarteto improvisado afinaba frente a la iglesia de Santa Colomba. Allí estaba yo, sorbiendo una copa de excelente godello contemplando cómo un puñado de personas, músicas y acentos daban sentido a un pueblo que, en teoría, ya no existía.
En Villar de los Barrios, uno no pasea: deambula por una decadencia gloriosa, con la sospecha constante de que algo ha sido amputado del tiempo. Las casonas solariegas parecen escenarios detenidos de un teatro barroco, cubiertas algunas de zarzas y de historias que no caben en ninguna guía turística. Hay escudos heráldicos que miran al vacío, palomares que crujen como viejos pulmones, y campanas que repican con esa elegancia oxidada que tienen las cosas cuando se saben escuchadas sólo por fantasmas.
Y sin embargo, allí —justo allí—, cada agosto florece un mundo. El Festival Villar de los Mundos no es un evento cultural al uso. Es más bien un acto poético de resistencia rural. Un gesto anacrónico y profundamente sensual. Como invitar a bailar a los dioses caídos del siglo XIX en mitad del polvo, el silencio y la uva moribunda. Porque eso fue Villar: un lugar de vino y de gloria efímera. Hasta que un insecto invisible —la filoxera, ese demonio microscópico— devoró sus raíces y provocó el primero de muchos exilios.
La escena se repite con la precisión de una tragedia clásica: esplendor, caída, olvido. Y luego, lo inesperado. Alguien regresa. Alguien sueña. Alguien planta música donde solo quedaban zarzas y abandono. En 2013, Nico, un hombre que había recorrido Madrid, California y Senegal, volvió al pueblo para quedarse. No vino a fundar una empresa, ni a montar un hotel rural con encajes ni a predicar desde la autoayuda. Trajo algo más inútil y, por tanto, más vital: arte, música y cultura mundial por doquier.
Desde entonces, el festival ha traído sonidos de Mali y de México, de la India y de Portugal. Ha invocado el alma sefardí, ha danzado con la luna, ha entonado flamenco entre vides. Y lo ha hecho sin luces LED ni platós de cartón piedra. Aquí, el escenario puede ser una iglesia románica, una calle sin asfaltar, un muro cubierto de hiedra, un bosque fantástico. Y el público, una mezcla improbable de señoras con sombrero de ala ancha, nobleza africana, mochileros suizos y adolescentes bercianos que descubren que también el mundo puede sonar a ellos.
Lo que ocurre en Villar no puede medirse con datos ni métricas de impacto, porque no produce capital, sino algo aún más subversivo: deseo de quedarse. Deseo de mirar el cielo lento, de tocar la piedra con la yema del dedo, de cantar en una lengua que no entiendes pero que, de pronto, sientes tuya. El festival “Villar de los Mundos” ha hecho del arte una forma de pertenencia sin papeles, un visado emocional para volver a habitar los márgenes. Y en el corazón de ese regreso late un rincón singular: el soto comunal de castaños, treinta y cinco hectáreas de bosque maduro, a medio camino entre lo comunal y lo privado, donde las raíces conversan con la tierra como si aún recordaran la Edad Media. Desde hace casi diez años, la Asociación Cultural Bierzo Vivo cuida ese santuario vegetal como quien cura una herida ancestral: combatiendo el hongo del chancro, replantando, limpiando, frenando el olvido. Allí, donde antes solo crecían las zarzas y el miedo a la despoblación, ahora se respira poesía: baños de bosque, visitas guiadas, paseos teatralizados, encuentros íntimos con la belleza.
Pero hay una maldición que se repite, como en los viejos mitos: el bicho que devora las raíces. Hoy ya no se llama filoxera, sino falta de apoyo institucional, abandono político, inercia burocrática. Cada año, el festival se celebra con la sospecha —muy real— de que será el último. Sus organizadores hablan de insostenibilidad, de agotamiento, de una cultura rural que solo parece interesar cuando se convierte en folclore empaquetado. La “filoxera cultural”, como yo mismo la llamé algún día, no necesita excavar viñas: perfora presupuestos, esperanzas, proyectos. Y sí: también seca.
Porque esta sociedad, como un vino mal conservado, se ha oxidado en la lógica del rendimiento inmediato. Y todo lo que no cotiza en bolsa, molesta. ¿Qué sentido tiene invitar a un artista senegalés a tocar en una aldea casi vacía? ¿Qué sentido tiene proyectar una película iraní en un palomar restaurado? ¿Por qué perder el tiempo con poesía cuando hay estadísticas de empleo que rellenar? Esa es la pregunta que ronda como un zumbido: ¿para qué sirve la belleza si no produce beneficios?
Y, sin embargo, cada año el milagro ocurre. Como las cepas viejas que vuelven a brotar tras una poda brutal, Villar resiste. No se ha convertido en parque temático ni en pasarela hipster. No hay food trucks ni pantallas gigantes. Lo que hay es una emoción rara, que tiembla al caer la tarde, cuando suena un cuarteto en la iglesia y alguien —quizá tú mismo— siente que por un momento, la vida tenía sentido.
Porque sí: lo sublime cabe en lo banal. El dios del vino y el carpe diem se dan la mano. El alma se mezcla con el barro. Villar es también eso: una oda a la dualidad. A la decadencia bellísima de lo que muere sabiendo que ha vivido. A la espiritualidad que fermenta en una copa de mencía. Al deseo que arde sin prometer salvación. Y uno piensa, al final, si no será este festival una forma de redención laica. Una misa sin dogmas. Una utopía sensual y escéptica, como una canción antigua que se niega a desaparecer. Porque lo que se celebra en Villar no es sólo la música, ni el patrimonio, ni el pasado: es la posibilidad de imaginar un futuro que no esté escrito por algoritmos ni por promotores inmobiliarios. Quizá por eso cada edición se siente como una vendimia: hay que recogerlo todo antes de que llegue el invierno. Se cosechan abrazos, silencios, versos, risas, vinos compartidos. Y cuando termina, algo queda. Como el poso de un vino bueno. Como una luz que no se apaga del todo.
Y así, cada año, los mundos de Villar siguen llegando. Cruzando mares, idiomas y políticas ciegas. Como si no supieran que ya nadie cree en milagros. Como si no entendieran que están solos. Como si supieran, en el fondo, que lo más revolucionario es quedarse, cantar, brindar y no pedir perdón por hacerlo. En la última noche del festival, cuando la plaza ya se ha vaciado y sólo queda el eco de un tambor africano, hay un instante —breve, casi imperceptible— en que el aire huele a mosto, a higuera, a eternidad. Entonces uno entiende que todo esto no era una fiesta. Era un acto de amor a un mundo rural en medio de las ruinas.