Manolín, el herrero de Compludo

En el corazón del valle de Compludo, donde el agua mueve el mazo y el fuego respira, Manolín golpea el hierro como quien sostiene viva la memoria de un mundo que se resiste a morir

04/08/2025
 Actualizado a 04/08/2025
La fuerza de la herrería en Compludo, en una imagen de Fernández-Manso.
La fuerza de la herrería en Compludo, en una imagen de Fernández-Manso.

En Compludo, el aire se bebe. Frío como un sorbo de manantial y espeso con el humo dulce del carbón vegetal. Entre castaños y helechos, se esconde la herrería donde aún se escucha un corazón de hierro. Allí trabaja Manuel Sánchez, aunque nadie lo llama así: para todos es Manolín, el herrero de Compludo. Y no porque el diminutivo oculte su talla, sino porque lleva en el nombre el vínculo con una estirpe: hijo de herrero, nieto de herrero, guardián de un oficio que, en otros lugares, ya se extinguió sin ceremonia.

La fragua no es un museo ni una postal congelada. El agua mueve la rueda, la rueda baja el mazo, el mazo golpea, y el golpe devuelve al hierro su memoria. En su descenso, el agua no solo da fuerza: su curso, estrechado y acelerado por el efecto Venturi, succiona el aire necesario para avivar la llama, alimentando el corazón incandescente de la fragua. No es representación ni simulacro: es trabajo verdadero. Manolín no golpea para que lo miren; golpea porque esa es la única manera de mantener vivo un oficio que se inventó mucho antes que él y que, sin él, moriría en silencio.

Hay algo sagrado en su rutina. El fuego encendido como un altar pagano, el martillo como campana, el yunque como púlpito donde se predica sin palabras. Las chispas vuelan como luciérnagas insomnes. Y en ese juego de luces y sombras, se adivina una lección: todo lo bello nace de una alianza entre violencia y cuidado. Entre el golpe y la caricia.

El oficio de herrero fue, durante siglos -y temo que lo hemos olvidado-, el eje invisible que sostenía la vida rural. Sin él, el campo quedaba huérfano de arados, de herrajes, de esas herramientas que prolongaban la vida útil de las cosas. En sus manos, lo roto encontraba cura, lo necesario tomaba forma. Era ingeniero de lo humilde, físico sin laboratorio, artesano de la fuerza y, a su manera, un alquimista popular. Hoy, cuando todo se fabrica lejos y se desecha cerca, esa figura parece un anacronismo romántico. Sin embargo, en Compludo sigue respirando, con el fuego encendido y el hierro dispuesto a dejarse domar.

Manolín aprendió el oficio entre voces graves que olían a humo y golpes acompasados que marcaban el pulso de la fragua. Cuando supo que la herrería amenazaba con convertirse en una ruina muda, decidió devolverle su aliento original y mostrarla al mundo sin despojarla de su alma. No como una atracción para turistas con prisas, sino como un organismo vivo que respira fuego y agua. Quien cruza su umbral para visitarla, como hice yo, no se limita a mirar: se deja envolver. No contempla el fuego desde lejos: lo siente morderle la piel. No oye un golpe domesticado: recibe en el pecho la sacudida cruda del hierro que aún se resiste a rendirse.

Esa alma ardiente de la fragua también ha encendido la imaginación de otros. Hace ya algunos unos años, un grupo de músicos y creadores se reunió en Compludo para atrapar en notas lo que allí vibra sin partitura. Abrieron la compuerta y dejaron que el agua hablara; escucharon el golpe irregular del mazo sobre el yunque, el resuello profundo del fuelle, y con ellos tejieron la Canción del Herrero. El martillo se convirtió en bajo, los ecos metálicos en percusión, la flauta y la chifla en soplo de aire antiguo, y la voz de Diego Acebo devolvió al presente la cadencia de los viejos herreros. 

Era otra forma de decir lo que todos los vecinos saben: que la herrería de Compludo tiene música propia, un ritmo secreto que sólo revela a quien sabe escuchar. Y en esa sinfonía, Manolín es el director de orquesta.

La historia de este lugar es más antigua que sus paredes. En la vecina Cabrera, los arqueólogos encontraron martillos y podaderas forjados siglos antes de Cristo. San Fructuoso, en el siglo VII, fundó su monasterio no muy lejos, rodeado de centros donde la fe y la técnica se daban la mano. La fragua actual es del XIX, pero sus raíces se hunden en un suelo trabajado por generaciones de herreros que nunca dejaron de escuchar cómo canta el hierro cuando cede ante el fuego. Hoy, la herrería es bien público, por fin en manos del Ayuntamiento de Ponferrada en su totalidad. ¡Mi más sincero reconocimiento a los que lo han hecho posible! Y, sin embargo, su alma sigue habitando en la familia que siempre veló por ella. Porque la fuerza de un oficio no se guarda en documentos ni se preserva en inventarios: vive en el gesto repetido, en el saber que se hereda por imitación, como un secreto que pasa de mano en mano, y nunca por decreto.

Quizá por eso, entrar en la herrería es como atravesar un espejo temporal. Afuera, el mundo corre hacia no se sabe dónde; adentro, el tiempo obedece al golpe. El hierro sólo se deja domar cuando está al rojo vivo; demasiado pronto o demasiado tarde, y se resiste. Lo mismo pasa con la vida: hay un momento exacto para cada transformación. Manolín lo sabe, y por eso no se apresura.
En un mundo que confunde velocidad con progreso, su fragua es una resistencia lenta. Aquí no se fabrica en serie: se forja en singular. Y esa singularidad es la que convierte a Manolín en algo más que un artesano: en un guardián de la memoria. No de una memoria muerta, sino de una que se sigue escribiendo golpe a golpe.

Salgo de la herrería con las manos oliendo a metal y un rumor de agua en los oídos. Sé que, algún día, el mazo dejará de caer. Todo lo humano es provisional, incluso lo que parece eterno. Pero mientras haya un Manolín dispuesto a abrir la compuerta y avivar el fuego, el hierro seguirá hablando. Y quien se acerque podrá escucharlo.

Porque Manolín, el herrero de Compludo, no es sólo un hombre que trabaja el metal: es la prueba viva de que, a veces, para conservar el pasado, no basta con recordarlo. Hay que seguir golpeándolo.
 

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