Recientemente, Byung-Chul Han, el filósofo contemporáneo más influyentes del siglo XXI, recibió el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025. En su discurso, alertó sobre la ilusión de libertad bajo el neoliberalismo, la autoexplotación, la dependencia tecnológica y la erosión de los vínculos sociales. Sus palabras, pronunciadas en el teatro Campoamor de Oviedo, adquieren un significado especial cuando las llevamos a las aldeas y pueblos del Bierzo, donde la vida palpitó -y en algunos lugares todavía palpita- al ritmo de los castaños, del humo de las chimeneas y del rumor de los ríos de montaña. Allí, la memoria de una existencia más humana, más cercana y compartida, aún intenta sobrevivir, como brasa que se niega a apagarse.
Han sostiene que vivimos en la "sociedad del rendimiento", convencidos de una libertad que no es tal. Creemos que elegimos, cuando en realidad obedecemos. Nos exigimos sin medida, nos imponemos más trabajo que cualquier patrón. Somos ese esclavo del que Han habla, que se azota con el mismo látigo que arrebató a su amo. Mientras tanto, nos alejamos de nuestro cuerpo, de nuestros ritmos y de nuestra necesidad de pertenecer. En la vida de la aldea la libertad tenía otra textura: la del aire frío que baja por los valles al amanecer, la del equilibrio entre esfuerzo y descanso, la de la comunidad que sostiene y acompaña. La vida no era fácil, pero tenía sentido. Cada tarea —la vendimia en Cacabelos, la recogida de castañas en los soutos de Balboa, la siega bajo el sol de julio— se realizaba sabiendo que se hacía junto a otros, y para otros.
Hoy, en cambio, trabajamos solos frente a una pantalla, conectados a miles y desvinculados de todos. Han advierte de esto: la hiperconexión nos ha dejado vacíos. En la aldea, el vínculo era presencia: el saludo en la plaza, la voz que llamaba desde la calle, la conversación lenta alrededor del fuego. El tiempo tenía otro espesor: se trabajaba cuando había que trabajar, se descansaba cuando el cuerpo lo pedía, y las estaciones marcaban los ritmos, no los algoritmos. La libertad no era tener infinitas opciones, sino saber vivir con lo que había: pan, vino, leña, un huerto, los montes comunales. Y eso bastaba.
La tecnología, dice Han, debía ser un instrumento, pero se ha convertido en amo. El smartphone no es una herramienta en nuestras manos: nosotros somos las herramientas que él manipula. En la aldea berciana, la herramienta era prolongación del cuerpo y de la comunidad. El molino de agua funcionaba porque el río corría. Las manos sabían reparar una azada, afilar una hoz, curtir una piel. El conocimiento técnico era heredado, íntimo y siempre, siempre, compartido. No había 'propietarios' del saber: los conocimientos eran comunales y concejiles, igual que las fuentes, los caminos y las montañas. Hoy acumulamos información infinita y hemos perdido la sabiduría más simple: cómo hacer hoguera, cómo guardar silencio, cómo escuchar.
Ahora, como quien vuelve del ruido y la noche larga, empezamos a regresar. Regresamos buscando lo que perdimos sin saberlo: lentitud, compañía, raíces, claridad
Han también alerta sobre la pérdida del respeto, ese valor que sostenía el tejido de la democracia. Hoy, quien piensa distinto es enemigo. En la aldea, la discrepancia se resolvía con palabra, paciencia y memoria de pertenencia. La autoridad se ganaba sirviendo. El reconocimiento no era escénico, sino cotidiano: aquel que ayudaba a arreglar un tejado, quien sabía cuándo injertar un castaño, quien acompañaba en un duelo. La democracia no era un sistema teórico: era cuidado mutuo, pacto silencioso, responsabilidad asumida sin alardes. Allí aprendíamos que vivir es también sostener al otro.
La sociedad actual nos promete infinitas elecciones en todos los ámbitos, incluso en el amor. Pero esa infinitud no trae plenitud, sino inquietud. La información infinita parece no tener fin, pero en realidad solo genera un vacío que nunca llena nuestra atención. En la aldea, las elecciones eran pocas, pero profundas. El pan sabía al centeno de la era. El vino sabía al suelo. El agua sabía al manantial. La gente se conocía por su voz, por sus silencios, por la forma de caminar. No había necesidad de inventarse identidades: uno era quien era, y eso bastaba. La libertad nacía de la pertenencia, no de la fuga.
Y, sin embargo, nos alejamos. Nos fuimos de la aldea en nombre del progreso. Cerramos las casas, abandonamos los huertos, dejamos morir los molinos. Pensamos que el mundo estaba en las ciudades. Que el futuro estaba en la velocidad. Que la felicidad era acumulación. Pero ahora, como quien vuelve del ruido y la noche larga, empezamos a regresar. Regresamos buscando lo que perdimos sin saberlo: lentitud, compañía, raíces, claridad.
Hoy, poco a poco, hay personas que, huyendo de los males que señala Han, regresan a Balboa, a Espinoso de Compludo, a Labaniego. Abren pequeños talleres, recuperan viñas antiguas, labran huertos ecológicos. Restauran casas con estufa de leña. Caminan por los viejos senderos. Recuperan fiestas, canciones, palabras. No es nostalgia: es supervivencia humana. Es volver a un modo de vida que sostiene la salud de la mente, del cuerpo y de la comunidad.
Han pide que la filosofía nos despierte, que nos irrite como el tábano socrático. Pero la aldea nos ofrece algo más: nos despierta suavemente, como la campana que llamaba al concejo en un domingo de verano, como el murmullo del río al pasar entre piedras, como la niebla que se levanta despacio dejando ver los prados. La aldea no nos grita: nos recuerda. Nos devuelve la medida justa de la vida.
La modernidad nos hizo creer que el progreso era alejarnos. Ahora descubrimos que el verdadero progreso es regresar. No para repetir la vida de antes, sino para aprender de ella: su ritmo, su medida, su humanidad.
Han nos dice que algo no va bien en nuestra sociedad, y la aldea berciana responde: todavía existe un modo de vivir plenamente, y ese modo comienza por escuchar la tierra, por caminar despacio, por recordar que somos comunidad antes que individuos, por comprender que la verdadera libertad no reside en elegir sin límites, sino en vivir con hondura, disfrutando del aroma de la castaña recién caída, contemplando el humo azul de la chimenea y escuchando el rumor del Sil al anochecer; en la aldea berciana todavía nos espera la esencia de lo humano.